Todos los cambios políticos, si tienen alguna pretensión histórica -¿y qué cambio no lo tiene en el ánimo de sus protagonistas?- necesitan un hecho emblemático, que concentre y resuma los anhelos de la población y luego pueda embarnecerse con el aura de la leyenda. En la Revolución Francesa, fue la toma de la Bastilla; en la rusa, el asalto al Palacio de Invierno. Ambos edificios eran a la sazón cascarones huecos que representaban respectivamente la opresión y la autocracia en la vasta y humillada opinión popular. En la provincia donde vivo el macguffin del cambio es la recuperación de las cocinas del hospital para su gestión pública. Un mandato popular inapelable para el nuevo gobierno. Si pregunta usted a cualquier vecino de la ciudad de los Sanfermines qué espera del cambio político que se produjo la pasada primavera, obtendrá siempre la misma respuesta: las cocinas del hospital. Y eso que tenemos un edificio –el pabellón Navarra Arena– tan vacío y ocioso como el Palacio de Invierno de Petrogrado, aunque mucho más feo. Pero aquí no está en juego la libertad, que se conquista mediante la ocupación de un espacio secuestrado por el poder, sino el estado del bienestar, que tiene en los menús hospitalarios una potente e insoslayable metáfora. Para entenderlo, hagamos un poco de historia. El gobierno regional que acaba de ser desalojado de la poltrona hizo lo que todos los gobiernos y gobiernillos del país para incrementar la liquidez en la ola de neoliberalismo rampante de moda: reducir  servicios públicos y/o privatizarlos. A menudo, ambas medidas en la misma operación. Si nuestro gobierno regional hubiera privatizado el servicio de carreteras o el de prensa y protocolo, quizás no hubiera pasado nada, pero privatizó el servicio de comidas de los dos hospitales públicos de la capital  en los que todo el censo de población de la provincia ha sido atendido en algún momento de su vida (ahora los dos centros forman uno solo llamado complejo en todos los sentidos de la palabra, incluso en el laberíntico). El servicio público de salud era la esmeralda del escudo regional, el único que gozaba de un acuerdo universal sobre su calidad y eficiencia. Y, de repente, por mor del recorte del gasto y la privatización, empezaron a servir a los enfermos unos platos indescifrables y a menudo incomestibles, cuando no repulsivos. Pueden imaginarse el clamor popular. Si decimos que el destrozo en los menús hospitalarios fue una de las causas determinantes de la caída del gobierno, seguro que no erramos el tiro. Pero, del mismo modo que el pueblo parisino ignoraba que la Bastilla no alojaba más que a unos pocos presos, y algunos merecidamente, aquí se cree que la empresa adjudicataria ha blindado su contrato de concesión con una penalización económica inasumible. En realidad, el contrato expira dentro de un año y el gobierno tendrá las manos libres para revertir el servicio, como lo pide el pueblo llano. Pero, ¿podrá hacerlo? Volver a la gestión pública significa reconstruir las cocinas desmanteladas en un contexto organizativamente nuevo y redimensionado, ya que donde había dos hospitales hay uno, y recomponer la plantilla, que fue despedida o reubicada en otros servicios hospitalarios, en un contexto de restricciones presupuestarias. ¿Es esta opción más funcional y económica que continuar con el servicio privatizado? La Bastilla estaba vacía pero los enfermos del hospital siguen ahí. Y el estado del bienestar, en el alero.