Cuán equivocados estábamos hace unos días los que creímos que con la concesión de la nacionalidad española a un grupo de opositores al señor Maduro se acabaría la murga. Pero lo de Venezuela es como lo de Siria: no termina porque acojamos a un puñadito de refugiados. Lo que distingue ambos problemas es que estamos encantados con el de Venezuela y muy fastidiados con el de Siria y no necesariamente por razones étnicas. No creo que tengamos más genes mezclados con los criollos americanos que con los árabes que estuvieron en la península ocho siglos. Así que debe ser por alguna otra causa, que tampoco puede ser la proximidad geográfica. Me pregunto si los treinta y un millones de venezolanos (según la wikipedia), los más hacinados en barrios de chabolas o dispersos en selvas y haciendas agrícolas, serán conscientes de los desvelos de la madre patria por ellos, y en consecuencia si nos lo agradecerán cuando llegue el momento. Ya me veo propietario de un mazo de de acciones de alguna petrolera o beneficiario de un fin de semana a todo lujo en un hotel del Caribe por el solo mérito de aguantar las prédicas de políticos y periodistas del establecimiento español, que quieren tanto a Venezuela que han empezado la campaña electoral en Caracas. Allá ha ido también el joven futuro líder de la derecha española para no perder rueda: sus mayores le están enseñando cómo hacer las cosas y a fe que aprende rápido. España es un país de rayas rojas y manda el que empuña el bolígrafo. No hace tanto, nuestro censo se dividía entre constitucionalistas y los demás, una amalgama diversa que incluía a casi todos los que no tenían un carguete y o una prebenda del estado clientelar (como el venezolano, para que se hagan una idea). Ahora, por necesidades del guión, ha cambiado la nomenclatura y los españoles nos dividimos en demócratas y bolivarianos, lo que quiera que signifique la palabreja. Esto de recibir una identidad sobrevenida e inesperada es desconcertante, como lo fue para el judío alemán de los años treinta que ve estampada su condición en el pasaporte (aquí, por ahora, sería en la papeleta del voto). ¿Qué pasaría si ganara las próximas elecciones generales de junio el señor Maduro? Pues que, además de estar bajo el imperio gay, como avisa el arzobispo Cañizares, estaríamos bajo la bota de Caracas y no encontraríamos ni papel higiénico en los supermercados porque lo acaparan, al parecer, los bolivarianos. Más claro, agua. La cruzada sobre Venezuela despierta sentimientos encontrados en la gente de mi generación. El chico que se educó en los libros escolares del franquismo revive la épica de la conquista de América, trenzada de prédicas públicas sobre la civilización cristiana (ahora se llama democracia liberal) y de negocios privados a manos de una interminable caterva de caudillos, oligarcas de la colonia y de la metrópoli, hacendados y agentes comerciales de los grandes consorcios europeos. Pero el viejo que ya no está para épicas solo puede pedir a los venezolanos que echen de una vez al inmaduro Maduro para que los españoles podamos vivir en este bienestar de altas tasas de desempleo, pobreza infantil, desestructuración territorial, servicios sociales amputados y titiriteros y periodistas presos por una ley de orden público que tiene exquisito cuidado en no encarcelarte por razones políticas, como hacen los bolivarianos. Venezuela en el corazón, como un maldito infarto.
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