Decenas de miles de mis conciudadanos, sin duda la inmensa mayoría, no han visitado jamás el interior del llamado Monvmento a los Caídos en la Crvzada [sic]. Ni siquiera aparece en las guías turísticas. El edificio es sin embargo ineludible: una iglesia monumental de aire herreriano, que cierra una plaza porticada del mismo estilo y se ubica en el punto de fuga de la principal avenida de la ciudad, eje del segundo ensanche. Un bulto antipático, hermético, y envuelto en una atmósfera como descrita por Bram Stoker. El autor fue el arquitecto Víctor Eúsa, que antes de macizar la ciudad nueva de edificios religiosos de inconfundible estilo modernista, formó parte del comité paramilitar carlista que ejecutó la sangrienta depuración política llevada a cabo en la provincia en el verano-otoño de 1936. Son hechos probados, e incontrovertibles, y el resultado es como si en Berlín conservaran los edificios diseñados por Albert Speer, y con el significado que les dieron sus autores. Los Caídos, como se conoce sumariamente el monumento, es de titularidad municipal después de que la diócesis se desembarazara de él y lo desacralizara como lugar de culto. Desde entonces, ha pasado por algunos usos cívicos y culturales más vergonzantes que jubilosos. Es el lugar de la memoria rota. La cripta acoge el enterramiento de ocho personas relacionadas con aquellos meses aciagos que en vano se quisieron convertir en heroicos y que, más tarde, intentamos tan farisaica como inútilmente sepultar en el olvido en aras a la convivencia. Dos de las personas enterradas, los generales Sanjurjo y Mola, fallecidos en sendos accidentes de aviación, fueron promotores de la guerra civil y el segundo, responsable directo de las masacres de retaguardia, técnicamente un reo de crímenes contra la humanidad. Los otros seis fueron víctimas en los combates del frente de guerra provocado por los dos primeros: un chico de catorce años, un viejo de más de sesenta, un cura, un joven estudiante y dos hermanos campesinos. Todo ellos, incluidos Mola y Sanjurjo, estaban debidamente enterrados en sus localidades de origen (de chaval recuerdo haber visto el nicho que guardaba los restos de Mola en el cementerio municipal, donde también reposan sus víctimas) hasta que en 1961 fueron trasladados a esta mole pomposa y opresiva. La elección de las personas enterradas, quién sabe si todas con la autorización de su familia, revela una mentalidad bárbara, arcaica: el mausoleo de unos  reyezuelos que se hacen acompañar en la eternidad por sus servidores. ¿Qué clase de jefes fueron estos que empujaron a la muerte a niños y viejos, a curas y familias enteras, para hablar solo de sus partidarios? Ahora, el ayuntamiento va a exhumar los restos allí enterrados para ponerlos a disposición de sus familias y abrir un debate sobre el destino de este edificio. No hace falta simpatizar políticamente con el alcalde para comprender la necesidad, la justicia y la pertinencia de este trámite, que ojalá sirviera de pauta para lo que hay que hacer en Cuelgamuros.