Crónicas agostadas 13

Verano, tiempo de sobresaltos. Habremos de convenir que resulta chocante la propuesta de que Antonio Machado sea purgado del callejero de una ciudad catalana. Pero al argumento no le falta razón. El poeta fue un jacobino declarado y en su poesía cantó a las tierras de Castilla donde vivió, una querencia acorde con la moda estética y discursiva de su generación, aunque ciertamente los escritores catalanes estaban a otra cosa en aquella época. Con semejante currículo a cualquiera se le alcanza que este santo laico del republicanismo no merece una calle en ninguna ciudad de la futura república independiente de mi casa. El anhelo de independencia es en primer término un anhelo de pureza, un bautismo que nos libera, no de las servidumbres del presente sino de las indeseadas adherencias del pasado, de la historia que no se hizo a nuestro gusto. La independencia es una aurora sin ayer. ¿Qué pasaría si, al día siguiente de la desconexión, un vecino se despertase viviendo en la misma calle en la que vivía el día anterior, dedicada a un jacobino español? Sin duda, ese día el vecino seguirá desempleado, si lo estaba la víspera, con la hipoteca impagada y el asma o la artritis en el lugar en que estaban ayer, pero ¿con la misma placa de la calle?, vaya, hasta ahí podíamos llegar.

El historiador que ha hecho la propuesta a demanda del consistorio de la ciudad se ha esmerado en su celo purgante. Si Machado está bajo sospecha, qué decir de Quevedo, Cervantes y Velázquez, que no justifican su incorporación al nomenclátor y menos ahora que los referentes culturales son mundiales y no encorsetados en Castilla, según la sabia apreciación contenida en la propuesta censora. Pero que nadie se deje llevar al error por el aparente sectarismo del inquisidor. No solo los castellanos son objeto de purga sino también un buen puñado de prohombres catalanes de pura cepa que dilapidaron su existencia colaborando con las dictaduras españolas del siglo veinte y, más atrás en el tiempo, otros no menos catalanes que se hicieron ricos con el tráfico de esclavos africanos hacia las Américas. Encadenar a Antonio Machado y a un negrero ricachón del siglo dieciocho en la misma cuerda de condenados camino a la hoguera es una humorada que hubiera celebrado con grandes aspavientos otro catalán universal y amigo de dictadores: Dalí. Y aquí llegamos al segundo ingrediente de la independencia: el retorno a la comunidad primigenia, la irreductible aldea gala, visible como un diamante  en el mapamundi por la voluntad de un dibujante de cómics o de un historiador sobrevenido. Carlismo en estado puro. Fue una compañía catalana de teatro –Els Comediants– la que convirtió la pirotecnia mediterránea y estival en un excelente material escénico con el que recorrió festivamente las plazas y calles de llamémosle españa. En el reverso de la desabrida propuesta del savoranola de Sabadell se puede adivinar la nostalgia por aquel tiempo feliz y no tan lejano.