El camposanto de la ciudad no es muy interesante. Lo más llamativo es que reproduce el urbanismo y la estética del mundo de los vivos. La parte central está ocupada por los panteones familiares e instituciones de toda la vida, apellidos con más o menos barniz, órdenes religiosas y corporaciones diversas. El estilo de estos mausoleos no es ni magnífico ni suntuoso, como requiere la definición del diccionario rae, sino macizo, achaparrado y obvio, cuando no chirriante entre los más nuevos. Las calles laterales están ocupadas por bloques de nichos, escuetos y uniformes como viviendas de protección oficial, que extienden su dominio a cada ampliación del recinto. Los difuntos de clase media y baja establecen así una última distinción para la eternidad; los primeros se acogen al apellido familiar y reproducen la equívoca jovialidad de una cena navideña bajo la losa de piedra; los segundos quedan ahí sin más señas que su nombre y apellidos, seriados al azar de la muerte. Una amplia parcela acoge en formación militar las tumbas de los caídos en el bando vencedor de la guerra. Las cruces han ido perdiendo los emblemas guerreros de las tarjas identificatorias para dejar solo los nombres de los enterrados, como si el tiempo, que es compasivo, los hubiera civilizado. Los caídos en el bando de los vencidos no existen porque están enterrados dios sabe dónde. Por lo demás, no hay en este lugar rincones umbríos, ni tumbas misteriosas, ni está habitado por personajes históricos de relumbrón, excepción hecha del virtuoso Pablo Sarasate, que no es personaje para excitar la tanatofilia romántica. Todo en esta ciudad inversa y resumida es limpio, ordenado y anodino, y da testimonio de la creciente asepsia de nuestra relación con la muerte. El duelo dura apenas el tiempo del sepelio y se considera casi una enfermedad que da trabajo a los psicólogos si se prolonga unas semanas o meses. El diálogo con los difuntos, en el que los antropólogos sitúan el germen de la conciencia de la especie humana, ha quedado reducido a la mínima expresión. El paseante se pregunta si hay alguien ahí, tras las lápidas y bajo las losas. El creciente hábito de la incineración ha llevado a incorporar al mobiliario del lugar unos columbarios tapiados con placas chillonas que representan paisajes evocadores –bosques otoñales, marinas- o estampas castizas del santo patrono del pueblo, y adornan la última morada como la salita de estar de casa de la que salió el difunto para descansar donde ahora está. En uno de estos muros el paseante lee el nombre de un amigo y le invade un sentimiento que solo puede calificar de extrañeza, no porque no hubiera sabido de su fallecimiento hace un año y pico y no hubiera dado el pésame a sus deudos entonces, sino por ver su memoria reducida a un cromo, un nombre, y quién sabe si un puñado de cenizas detrás. Ay, pobre J.; yo le conocí, es la exclamación del melancólico Hamlet ante la calavera de Yorick, la que asalta al paseante, pero ahí termina la evocación porque, al contrario que Hamlet, no puede recordar nada de su amigo, y sigue el paseo llevándose consigo el vacío que habita el lugar.
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