Una tuna de fascistas ha acosado a la vicepresidenta de la comunidad valenciana, una de las figuras más visibles y acreditadas de los nuevos movimientos políticos emergentes en el país. Ocultos los rostros tras máscaras de una popular película de terror grotesco y parapetados en la bandera rojigualda (da vergüenza llamar bandera nacional a esos trapos pintarrajeados con consignas y siluetas de toros), los tunos le cantaron una copla de Manolo Escobar, en origen festiva y ahora amenazadora. Al acoso se le ha llamado escrache, una palabra de nuevo cuño en nuestro vocabulario político que quiere denotar levedad en el hecho. La parafernalia y la música de la acción traen, sin embargo, la pestilencia de un pasado con el que la democracia se negó a romper en la esperanza de que el mero devenir del tiempo acabaría por enterrarlo, y, en efecto, así parecía, hasta ahora. El conflicto catalán ha abierto la cancela a la camada negra que anidaba en peñas futbolísticas y ahora corretea desbocada por las calles. No son muchos, pero se hacen notar y sin duda no es casualidad que se manifiesten especialmente en la comunidad valenciana. Tampoco debe ser casualidad que haya sido Valencia el escenario elegido por don Aznar –originario del falangismo y en su alegre juventud contrario a la constitución del setenta y ocho– para su rutinaria filípica sobre los males de la patria y el consiguiente escobazo a su pupilo don Rajoy. El pasado uno de octubre, día del azacaneado referéndum en Cataluña, los edificios de viviendas de Valencia estaban esmaltados de banderas rojigualdas. El testigo recordó de inmediato las declaraciones del cantante Raimon, valenciano de Xátiva y una autoridad indiscutible de la cultura catalana, cuando se inició el prusés: no soy independentista porque en el País Valenciano hay un anticatalanismo que está funcionando, y que incluso está mandando.
En el nacionalismo alienta siempre un afán expansionista, que, en este caso, se expresa en la fórmula països catalans, y no hay reacción más fuerte, y más fácilmente manipulable, que la de las sociedades que se sienten concernidas y amedrentadas por la ambición de su vecino. Para el testigo, esta reacción no es sorprendente. Él pasa sus días en una remota provincia subpirenaica que ha sido objeto del apetito del nacionalismo vasco, so pretexto de identidad cultural. El resultado es que durante ese tiempo la provincia amasó una mayoría unionista, como se dice ahora, que se mantuvo en el poder sin alternativa posible durante décadas y su capital fue escenario de la más multitudinaria manifestación de la derecha española porque, al parecer, don Zapatero iba a vender la provincia a los vascos para apaciguar a una banda terrorista. Lo último que esperaba este testigo es ver reproducida esta kermés decimonónica en Cataluña una década más tarde. Con nada de esto tiene que ver la acosada Mónica Oltra, que ha postulado el diálogo y el acuerdo para salir del conflicto, pero cuando se ha decidido que el negocio ha de resolverse a banderazos las víctimas inmediatas son los que están en medio.