Haga como yo, no se meta en política. Esta conseja atribuida a Franco y seguramente apócrifa no es lo único que tiene de franquista el decreto gubernamental que dicta la aplicación del artículo ciento cincuenta y cinco en Cataluña, presentado por el gobierno, no como una deliberación política destinada a favorecer la agenda y los intereses de quienes lo aplican, sino como un acto necesario e indeseado por quien lo ejecuta en nombre de valores superiores y universales. Don Rajoy, con sus tautologías, retruécanos y maneras impostadas de hombre gris, formal y de sentido común, proclive a la caricatura, es un político soberbio, en todas las acepciones que el diccionario da a la palabra soberbia, y no hay duda de que se ve a sí mismo como un autócrata providencial, que juega al resto en la confianza de que la torpeza del adversario en el saque le permitirá anotar el tanto a su favor, y así ha ocurrido hasta ahora.

El decreto aprobado ayer es un estado de excepción aplicado a la ciudadanía de un territorio –el demos, como se dice ahora- en castigo por su actitud levantisca. La panoplia de medidas punitivas incluye, la suspensión por tiempo indefinido del ejercicio de los derechos políticos; la sustitución y/o neutralización de las instituciones electas; la concentración del poder político, singularmente la hacienda, la seguridad y las comunicaciones, en el gobierno central y en la persona que ha decretado el estado de excepción, la cual no ha de rendir cuentas sino a una cámara dócil y de ordinario prescindible, el senado, en el que tiene mayoría absoluta. Todo el poder para el líder providencial. El mensaje del ciento cincuenta y cinco es nítido: la democracia es un estado reversible. La siniestra connotación del mensaje es, claro está, relativa porque no hay duda de que una parte de la población catalana se ha sentido conforme y aliviada con la medida, para no mencionar el resto del país donde la satisfacción es de prever que haya sido mayoritaria.

La gravedad de las consecuencias no debiera hacernos olvidar las causas. Los soberanistas catalanes se embarcaron sin apoyo social suficiente, hay que recordarlo, en una misión imposible, tenaz y sostenida contra toda lógica, una especie de guerra carlista sin trabucos, destinada como las anteriores a la derrota. No solo han asaltado la legalidad y han llevado la intranquilidad y el desasosiego al vecindario sino que han desafiado la evidencia de los hechos con una suerte de ceguera narcisista sobrecargada de emociones, que, desde fuera, resulta incomprensible. Esta mañana, el admirable Enric Juliana recurre al historiador Jaume Vicens Vives para describir la situación: “El Minotauro es el poder. A veces el poder se enmascara y adopta formas benevolentes y pacíficas (…) Esto es la excepción. Generalmente se aleja y se hace respetar. Abstracto en teoría, es una realidad cotidiana que hay que saber manejar. Hay pueblos que están familiarizados con el Minotauro, y otros que no saben como afrontarlo. Este último es el caso histórico de Catalunya”.  Podría darse la vuelta al sentido de la cita. La España que representa don Rajoy ha domesticado al minotauro y ha convertido su agonía y muerte en un espectáculo fervorosamente asistido al que llamamos fiesta nacional. Durante el largo preámbulo esmaltado de esteladas, la aparente inacción del gobierno de Madrit no era más que el ritual que precede a la suerte suprema. El soberanismo se creía el héroe Teseo en el laberinto y, en realidad, era el toro en el albero. Incluso la última y cínica pregunta de don Rajoy a don Puigdemont  –¿ha declarado usted la independencia?– puede verse como el abaniqueo que practica el matador ante la cara del toro para cuadrarlo cuando llega el momento de la verdad, antes de hundirle el estoque en el morillo hasta la bola. En esas estamos.