La inesperada convocatoria, al menos para quien esto escribe, de prontas elecciones autonómicas en el paquete del ciento cincuenta y cinco aplicado a Cataluña ha provocado especulaciones sobre si los partidos independentistas se presentarán a unos comicios convocados por un poder que en su lógica es ilegítimo. Es de esperar que recuperen el sentido común, que tantas veces parecían haber perdido en el curso del prusés, y presenten sus listas y defiendan sus intereses en liza con quienes tienen proyectos políticos distintos. Ni siquiera está excluido que puedan ganar de nuevo las elecciones, aunque esperemos que no sea para repetir el camino andado. En todo caso, sería un error colosal que la enmienda del reciente fracaso de su iniciativa en el marco del estado la endosaran a la acción de la calle y a la resistencia de los municipios. Es una situación que ya hemos vivido en esta parte del golfo de Vizcaya, y créanme, no se la recomiendo. Esta hipotética ausencia futura de los independentistas en el parlamento ha traído a la memoria un recuerdo personal.
Hace treinta años, este escribidor fungía de encargado de prensa del parlamento de la remota provincia subpiranaica en la que vivía y vive, y entre sus funciones estaba la de guiar y explicar el funcionamiento de la institución a las visitas organizadas de escolares, jubilados, amas de casa, grupos profesionales y otros colectivos interesados en la materia. Era una modesta tarea entre didáctica y distraída. Las explicaciones estaban presididas por la asepsia y la neutralidad más absolutas, así que los visitantes se iban sin tener ni la menor idea de la densidad política de lo que estaba en juego en aquella casa, del mismo modo que una visita turística a la Acrópolis no ofrece información relevante sobre la democracia ateniense. Para decirlo todo, tampoco el guía era consciente de ello. Eran tiempos muy recios y la formación independentista regional, que se había presentado a las elecciones y ocupaba el segundo o tercer lugar en la preferencia de los electores, no asistía a las sesiones y actividades del parlamento porque lo creía instrumento del poder invasor y en consecuencia cifraba la consecución de sus objetivos independentistas en la agitación en la calle y en los municipios como instituciones genuinamente populares. Hay que añadir que también confiaban en la eficiencia de la banda terrorista a la que acompañaban políticamente, un factor que por fortuna no forma parte de la ecuación actual.
En cierta ocasión, la visita la protagonizaba un grupo de jóvenes catalanes alumnos de la escuela del recién refundado cuerpo de los mossos d’esquadra. Al guía le pareció aquella una buena ocasión para salir de la simpleza habitual de sus explicaciones y profundizar un poco en el funcionamiento político del parlamento y de los grupos que lo formaban, y describió una evidencia, a saber, que la ausencia de los independentistas, en cuyas razones de fondo no entró, objetivamente dejaba todo el poder político a sus adversarios constitucionalistas, unionistas, españolistas o como se prefiera, y creaba una anomalía que perjudicaba a toda la sociedad pero del que los ausentes eran los primeros perdedores (como ya han aprendido tres décadas después). A medida que formulaba esta sencilla obviedad, el guía advertía en sus interlocutores miradas de fastidio y reprobación, que, en efecto, se materializaron más tarde en una protesta formal del grupo visitante a la autoridad del parlamento, cuestionando la neutralidad del guía. Aquel día, este escribidor advirtió en las caras de quienes tenía enfrente la disonancia cognitiva que provoca el dilema de dos lealtades, no siempre coincidentes, a lo que se cree legítimo y a lo que es legal, a la propia ensoñación y a la realidad. Quién sabe si alguno de aquellos visitantes no se ha visto estos días en la tesitura de obedecer órdenes con el dilema en carne viva. El guía también aprendió algo más de aquella experiencia: no hables jamás de política con guripas.