Estoy hasta los cojones de todos nosotros. Así ha debido pensar don Puigdemont cuando se ha largado a Bélgica. La expresión, sin embargo, no es suya sino que esta acreditada en la historia y se debe a don Estanislao Figueras i Moragas, catalán de Barcelona y presidente de la primera república española. Figueras fue consecuente con su agobiado estado de ánimo ante las interminables discusiones a que daba lugar la azarosa implantación del nuevo régimen y cierto día dijo a sus colaboradores que iba a dar una vuelta para aclararse las ideas, se encaminó por el paseo del Prado hasta la cercana estación de Atocha, tomó un tren y se largó a París. A su turno, don Puigdemont ha dejado al pueblo fiel y perplejo al cuidado de la nonata república independiente y, en compañía de cinco consejeros de su gobierno, ha tomado el portante y ha desembarcado en Bruselas.
La primera república, instaurada en 1873, tuvo una fuerte impronta federalista y notoriamente estuvo impulsada por catalanes, como Pi i Margall y el propio Figueras. La constitución consagró una estructura territorial de España de carácter confederal, compuesta de estados [sic] que con alguna variante correspondían a lo que ahora son las comunidades autónomas con la inclusión de Cuba y Puerto Rico. A mayor abundamiento, aceptaba que los estados miembros de la confederación se dotasen de constitución propia y tuvieran plena autonomía económica y política compatible con la existencia de la nación, y pudiesen modificar el territorio de las provincias según sus necesidades. La gestión de este proyecto confederal en medio de tensiones centralistas y de levantamientos carlistas se hizo imposible. La euforia autonomista llevó a que numerosas ciudades y aun pueblos de menor población se declararan autónomos dando lugar a lo que se llamó el cantonalismo, que ha dejado en la memoria colectiva la despectiva proclama de ¡Viva Cartagena!. Al uso de la época y del país, el general Pavía dio un golpe de estado y acabó con la república y sus interminables y mareantes sesiones del parlamento en cuya sede irrumpió el golpista a la grupa de su caballo, según leyenda perfectamente apócrifa.
Esta vez no ha habido caballo de Pavía sino artículo ciento cincuenta y cinco con convocatoria de elecciones. La distancia entre ambas medidas es colosal y que sea así debe considerarse un éxito histórico de la sociedad española en su conjunto, porque el ciento cincuenta y cinco lo votamos todos y el caballo de Pavía salió de la cuadra. Pasar de una leyenda pinturera a una deliberación política real y constitucional fundada jurídicamente es un signo de madurez colectiva del que debemos sentirnos orgullosos. Pero la reacción del muñidor de la situación ha sido la misma a un siglo de distancia: largarse, huir de su responsabilidad. La fuga o como quiera llamarse de don Puigdemont y compañía parece tener dos objetivos, de los que no sabemos cual es el prioritario. Uno, librar la batalla judicial que le espera desde un campo más propicio a sus intereses personales como querellado, y dos, internacionalizar la estrategia del victimismo y extraer algún rédito, entre sentimental y político, de la derrota moral del gobierno español en su desgraciada intervención del uno de octubre. En todo caso, y sean cuales sean las dificultades internacionales que le esperan al gobierno de don Rajoy a cuenta de este asunto, ha ganado la partida en el ámbito doméstico. No hay república independiente y las elecciones se celebrarán y se abrirá una nueva agenda, menos favorable, más hostil al independentismo y por extensión a todo el catalanismo político. Mal asunto para todos si los independentistas deciden afrontar la situación mediante el victimismo y el resentimiento. Ya ocurrió algo así en esta parte del golfo de Vizcaya, con las consecuencias sabidas.
Si para entender lo que está ocurriendo ahora tenemos que remontarnos al siglo XIX, no estaría de más recordar la frase de Cánovas: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa».
Cierto. El suelo se ha abierto bajo nuestros pies y hemos caído al sótano de siglo XIX. La buena noticia, quizás, es que se ha disipado la resaca del impostado europeísmo y ahora todo el mundo conoce la naturaleza de los nacionalismos periféricos y cómo las gasta el nacionalismo del macizo central. La otra buena noticia para los patriotas de la tercera edad es que nuestro patriotismo está donde está la caja de pensiones, así que tranquilos, al menos hasta que la secuestren los mercados, y esto puede ocurrir bajo cualquier bandera. Y, ahora, vuelta a barajar.