La iglesia parroquial del otro lado de la calle, cuyo desenvuelto campanero atruena las horas, es obra de Victor Eúsa, levantada en 1954 con todos los rasgos distintivos del estilo de este arquitecto, entre bauhaus y nacional-católico, que sembró la ciudad de iglesias y conventos de aspecto solemne y carcelario, edificios de líneas rectas y severas con pináculos que remedan un gótico industrial, cemento visto o sillares en las cuadernas del edificio y lienzos de ladrillo rojo para los muros. El templo alberga un muy apreciable retablo romanista del siglo dieciséis y ahí acaba el interés profano por el lugar. Pero la iglesia ha conseguido concitar en su entorno un espacio social que no puede calificarse sino como espejo de nuestro mundo: el que vivimos y el que nos espera. La feligresía es de una clase media tradicional, biológicamente envejecida y bienestante, pero alrededor del templo pulula una representación amplia y fiel de la humanidad: madres cubiertas con el hiyab esperan desde antes de que amanezca en la cola de cáritas, mendigas subsaharianas sonríen a los transeúntes acurrucadas en las esquinas, afanosas gitanas rumanas provistas de un gancho de mango largo escarban en los contenedores de basura de las aceras y beodos de habla eslava pegan la hebra en los bancos de la plaza de la iglesia, que no por casualidad se llama de la cruz. Entre paréntesis, los lectores habrán advertido que en este cuadro, como es habitual, las que curran son las mujeres y los que huelgan, los hombres.
El templo acoge liturgias remotas y no es infrecuente que por las aceras que lo circundan desfilen procesiones detrás de una virgen andina. También imanta sin distinción a paganos y herejes y, en las tardes de domingo, la plaza es lugar de encuentro de grupos evangélicos armados de guitarra y fervor que cantan salmos a voz en grito y afirman la cercanía de Jesús. La misma parroquia se ha contaminado de este, podríamos decir con un término al uso, populismo religioso y la gravedad arquitectónica de la fachada –ah, si Eúsa levantase la cabeza- se ve asaltada por grandes cartelones de discutible estilismo que pregonan eslóganes como: Señor, tu gracia es más importante que la vida o Jesús no apaga el móvil por vacaciones. La globalización económica también ha llegado a este lugar y el local del cine parroquial de nuestra juventud, anejo al templo, donde se impartía doctrina y pelis de vaqueros, que fue utilizado en tiempos recientes para mercadillo de beneficencia, ha sido vendido o alquilado a una franquicia de supermercados de alimentación que abrirá estas navidades. Para un aldeano congénito, acostumbrado al carácter híspido y envarado del barrio, este paisaje, que describe el estado del mundo, resulta intrigante y ligeramente hostil, si bien nada tiene que objetar excepto, quizá, si Jesús nunca apaga el móvil, ¿no sería posible convocar a la feligresía a misa por guasap y dejar las campanas mudas?