A medida que menguan la expectativas electorales de la derecha en el gobierno y se manifiestan los numerosos episodios en que su gobernanza es un despropósito y, en consecuencia, aumenta la desafección social y los previsibles resultados políticos, crece una vieja querencia que está en su adeene histórico: tener a todo el país en la cárcel. La resistencia del pepé a acabar con los últimos símbolos del franquismo debe entenderse como  la decidida negativa a renunciar a su sueño más consolador. ¿Cómo se sentiría cualquiera de nosotros si le dijeran que lo que él cree la mejor época de su vida fue una pesadilla para todos los demás? El pasado nunca vuelve y no es posible restaurar aquello, pero aún es más difícil renunciar a un sueño. Un país uniforme, aplacado y manso. Es el propósito que parece estar detrás de las exageradas condenas que les esperan a los dirigentes independentistas catalanes. En materia penal, el gobierno despliega una triple estrategia: ampliar la tipología delictiva, reactivar tribunales extraordinarios como la audiencia nacional, y dilatar la duración de la pena tanto como se pueda. Una estrategia que produce casos en los que el juez duda en si está ante un delito de terrorismo o una mera efusión de opiniones amparada por el derecho a la libertad de expresión. El delgado hilo que, en el código penal vigente, separa estos dos hechos puede significar para el acusado una buena temporada en la cárcel. Para no hablar de que una presunta agresión de consecuencias menores a unos guardias civiles está penada con más años de cárcel que si los acusados hubieran dinamitado una población de cien mil habitantes. Esto ocurre en un país que ya tiene el régimen penal más duro de Europa y las cárceles llenas, a pesar de la baja incidencia del delito en relación con los países de su entorno.

La última ofensiva gubernamental en esta estrategia es la promoción de la llamada prisión permanente revisable, es decir, una cadena perpetua cuyo cumplimiento estaría al albur de la decisión de un órgano administrativo que valorará subjetivamente ciertos rasgos del penado, como el arrepentimiento, buena conducta, etcétera. La paradoja de esta medida es doble. Primero, el penado podría volver a la calle con menor condena que si se la aplicase el anterior código. Es cierto que este régimen está vigente en otros países, lo que no se dice es que algunos admiten la primera revisión de condena después de quince años y otros después de treinta.  Y segundo, ni siquiera sería necesario que estuviera reeducado y con expectativas de reinserción social, como exige el artículo 25.2 de la constitución. En resumen, ¿qué sentido tiene añadir la cadena perpetua en un régimen penitenciario como el español en el que pena máxima aplicable es de cuarenta años? La respuesta son los votos que presuntamente dan al partido que promociona la iniciativa. Surfeando sobre las olas del horror, la indignación y el dolor que siembran algunos delitos particularmente abyectos y con la exhibición mediática de los familiares de las víctimas la apuesta es segura porque sitúa a quienes se oponen a ella a la contra de la excitada emotividad del común. Por ende, una vez estampada la pena en el código penal, es cosa de unas adendas que se pueda extender su aplicación tanto como se quiera. Populismo en estado puro. Todos sabemos, y el gobierno también, que estos delitos castigados con una pena excepcional no desaparecerán del paisaje social por sus consecuencias penales y es probable que sus perpetradores sean reclusos modélicos porque su acción delictiva derivaba de una pulsión y en unas circunstancias que no se reproducen en la cárcel. ¿Qué pasará cuando la comisión correspondiente revise su caso y decrete su salida de prisión? Habremos de confiar en que entonces haya un gobierno de izquierdas al que la derecha acusará de llenar las calles de violadores y asesinos.