En el periodo posterior a la muerte de Josué, el pueblo de dios había llegado a la tierra prometida donde por destino divino debía asentarse, lo que no era fácil después de un largo periodo de nomadismo de aquí para allá en el desierto. La estabilización estuvo a cargo de una sucesión de caudillos a los que llamaron jueces y cuyos avatares quedaron registrados en el libro bíblico de ese nombre. Fueron estos personajes los que, a brazo partido con enemigos exteriores e interiores, confirieron entidad política a un pueblo que no era más que una agregación de tribus. El mensaje es que ningún pueblo puede existir sin justicia y sin épica, lo que comporta una norma común y fuerza suficiente para imponerla. La plebe se aplaca cuando intervienen los jueces al precio de que una minoría vaya a la cárcel o, preferiblemente, al cadalso. El pueblo judío, como el catalán, el español o el tabarnés, son imaginarios hasta que los jueces los dotan de realidad. Ahora mismo, el juez Llerena, del tribunal supremo, ha tomado el mando y da forma al contorno constitucional de España y Cataluña.
El prusés ha desencadenado un fenomenal lío político, que afecta al núcleo mismo de la constitución, donde tenemos a ciudadanos candidatos de pleno derecho a la presidencia de una comunidad y, al mismo tiempo, presos y potenciales reos de largas condenas de cárcel. Ambos destinos simultáneos y contradictorios están previstos en el mismo cuerpo legal, y de hecho, responden a la misma legitimidad: el mandato de los electores. ¿Quién adopta la última y definitiva decisión? Obviamente, va a ser el juez, en el que los otros poderes del estado han delegado la competencia. El juez, consciente de la responsabilidad, y de la gloria, que han caído sobre sus hombros, tan pesadas e ineludibles como un mandato divino, ha hinchado las velas del acta de acusación y la ha cargado de desmesurados delitos, imperceptibles sin embargo para el común del vecindario. Cuando se leen los papeles filtrados a la prensa procedentes de informes policiales y fragmentos de la instrucción, la imaginación menos viva se ve transportada a un universo novelesco, decimonónico como poco, de conspiraciones sediciosas, instigaciones a la violencia, acciones para subvertir el estado, para definir un espectáculo que se desarrolló como una fiesta, ciertamente no exenta de tintes amenazadores, a la vista de todos y terminó en nada, como una verbena triste. Hace bien el juez en insuflar épica al acta de acusación y convertir en héroes legendarios a un puñado de políticos mediocres y ensimismados, porque sin épica no habría relato y sin relato no hay pueblo elegido, como sabemos por la biblia. Pero si alguien cree que la épica judicial, salpimentada de revancha y venganza, va a reparar la quiebra del armazón institucional y a colmatar el agujero abierto en la convivencia ciudadana, puede esperar sentado mientras discurre el parsimonioso proceso que les espera a los reos. Para decirlo de otro modo, si alguien espera que la democracia española, o el estado de derecho, como dice una cursilada al uso, va a funcionar normalmente mientras un puñado de políticos electos purgan treinta años de cárcel, es que cree en los reyes magos.