Un comentarista político intenta explicar la actual situación del pepé mediante una trasposición mecánica a las aventuras de la celebrada serie televisiva Juego de Tronos. El resultado es atrozmente tedioso. Pero no es la primera vez que este artefacto televisivo es presentado como un manual para la comprensión de la política; una especie de versión post moderna de El Príncipe de Maquiavelo. Don Iglesias regaló al rey un paquete con la saga completa, no se sabe si para que se instruyera en su oficio o para que comprendiera mejor los avatares de los podemitas, muy aficionados a verse a sí mismos como personajes de televisión. En origen, la literatura –la Biblia, la Odisea, el Kalevala- fue el contenedor del relato en el que habían de mirarse los pueblos y sus reyes, y tenía su correlato en la imaginería de mármol de templos y palacios. La plebe escuchaba al aedo o al juglar y admiraba los frisos y estatuas que le rodeaban en la plaza pública, y esos eran los materiales disponibles para entender su condición y lo que le estaba pasando.
Así fue, más o menos, hasta el siglo dieciocho, digamos, en que la literatura se redujo a un goce privado y la arquitectura devino funcional. El súbdito era cooptado como ciudadano de la república por un entramado de leyes promulgadas por instituciones más o menos democráticas y populares, así que la épica pasó a la historia de la literatura y el arte antiguo, a la arqueología. Esta tendencia alcanzó su apogeo en el siglo veinte, en que la literatura de ficción estaba protagonizada por individuos vulgares y solitarios, generalmente víctimas de la historia y envueltos en el misterio irredento de su existencia, y la arquitectura y demás artes plásticas se volvieron ilegibles a fuer de abstractas. El foro público quedó desierto, vacío de cualquier relato compartido y solo transitado por individuos apresurados y desorientados. Hasta que la tele alcanzó el estado de madurez que ahora tiene.
La televisión fusiona en un eficiente formato literatura y artes plásticas y se muestra capaz de reponer en la imaginación del común el efecto que tuvo la épica antigua y la arquitectura monumental. Además, coloniza con éxito los cada vez más amplios tiempos de ocio, forzado o no, de la población y retiene, no solo la atención de los espectadores sino su discernimiento y voluntad. En resumen, es una creadora neta de mitología. El ciudadano trabajosamente moldeado durante dos siglos regresa a la condición de súbdito expectante; de telespectador, que equivale a espectador alejado. Todo lo que sabemos del nuevo gobierno de don Sánchez es lo que podemos saber de un reality show: una realidad aparente de la que, a) no conocemos la tramoya, o backstage, como se dice ahora, y b) tampoco conocemos lo que va a ocurrir en los capítulos siguientes. El síndrome televisivo hace que se hable de un personaje que nadie conoce, un tal Iván Redondo, guionista o productor al que se le atribuye la autoría del espectáculo y su éxito de temporada.
La mala noticia para el comentarista mencionado al principio de esta entrada es que juego de tronos no necesita ser trasladado al lenguaje de los hechos porque constituye los hechos mismos. Los comentaristas políticos, entre los que se incluye este escribidor, parecemos el cura que dirigía la tertulia del cinefórum cuando se encendían las luces al terminar la película o el cinéfilo pesado que explicaba a su novia lo que acontecía en la pantalla. Y ahora son las novias las que ocupan el gobierno.