En la interminable carta a los reyes magos que la sociedad española ha dirigido al nuevo gobierno de don Sánchez, un puñado de antiguos luchadores antifranquistas le piden que prive de la condecoración al mérito policial pensionada que recibió hace cuarenta años el policía y notorio torturador Antonio González Pacheco (a) Billy el Niño, del que fueron víctimas los peticionarios en los años postreros de la dictadura. Es dudoso que el gobierno atienda la petición y revoque una decisión adoptada por otro gobierno del periodo democrático. ¿Podemos imaginar que se ha nombrado a don Grande-Marlaska como ministro de la cosa para que empiece a toquetear las pensiones de los policías por muchas sevicias que ejercieran sobre los detenidos? La tortura era una herramienta de orden público en el régimen de Franco, no solo dirigida a arrancar confesiones y quebrar a opositores políticos sino a extender el miedo en aquellos que pudieran sentirse tentados a seguir los pasos de los detenidos. Los que tenemos edad suficiente para recordarlo y hemos sentido en personas cercanas los zarpazos de la dictadura sabemos que era así aunque no hubiéramos roto un plato. La tortura es una experiencia indeleble. Jean Amèry, que la sufrió bajo la Gestapo, ha escrito las páginas más hondas y desconsoladas sobre su significado. El primer golpe que recibe el detenido provoca en él un estado de pérdida de confianza el mundo del que no podrá librarse nunca. La intimidad es asaltada, vulnerada y descoyuntada y esta experiencia resultará insuperable para el resto de sus días. Los que no la hemos sufrido, en cambio, sí podemos obviarla. La democracia se instauró sobre este y otros olvidos deliberados que, por lo que llevamos visto durante cuatro décadas, todo indica que constituyen la clave del arco del sistema en el que vivimos.
Una de las víctimas de Billy el Niño fue nuestro convecino José Luis Úriz Iglesias, quien también ha firmado la petición al gobierno. No es el tipo de persona de la supones que haya podido sufrir un trance así, quizás por su apariencia juvenil, que se contagiaba a su entusiasmo político, sin rastro de la reserva y el cálculo que se puede atribuir a un activista tan duramente experimentado. Era, hasta donde alcanza el recuerdo, pues hace unos años que no nos vemos, un optimista histórico. Militante del partido comunista cuando cayó en manos de la policía y más tarde de la federación del pesoe de esta remota provincia subpirenaica, en la que siempre parecía transitar por sus márgenes, como un verso libre, empeñado en emitir señales de izquierda en una organización colonizada y tutelada por la derecha desde su misma fundación. Fue concejal de una localidad cercana a la capital y parlamentario regional pero su actividad más conspicua fueron los repetidos intentos de establecer contactos y fomentar el entendimiento de su partido con la llamada izquierda abertzale en los años de plomo del terrorismo etarra, lo que no le evitó la amenaza de la banda. Los intentos estaban unas veces auspiciados de manera oficiosa por su partido y otras eran de propia iniciativa. Esta actividad de alto riesgo llevó a que le expulsaran del pesoe después de que dedicara a Arnaldo Oregi el cohete anunciador de las fiestas del pueblo. El santoral de Úriz estaba siempre en los márgenes, donde la política pierde la respetabilidad que le otorgan los vencedores. Frente a numerosos correligionarios, instalados en el confort de la situación, conservó una suerte de malestar subversivo. Su actividad política tenía una tonalidad misional, hecha de voluntad transformadora, camaradería espontánea y falta de sentido de la realidad. Pero don Sánchez, e incluso don Grande-Marlaska, algo deben a ciudadanos pacíficos como Úriz, que exploraron trochas de diálogo cuando este estaba proscrito y sirvieron a la democracia con convicción y entrega, después de haber arriesgado materialmente la vida en manos de los esbirros de la dictadura.