Comentario a El extraño caso del Dr.Jekyll y Míster Hyde, de Robert Louis Stevenson. Trad.: Amando Lázaro Ros. (Agosto 2004)

 

Lo que hace que un relato sea un clásico es sin duda una conjura de factores de los que creo relevantes dos: una destreza técnica insuperable en su adaptación a la economía significativa del relato y el don de la oportunidad histórica del tema. Las obras clásicas se caracterizan porque nadie ha escrito nada igual en el pasado ni se podrá escribir en el futuro sin caer en la repetición o en la glosa; esta doble cualidad las rescata del desgaste del tiempo y les otorga una propiedad rara, preciosa, y a la vez intangible. Con toda probabilidad, podría establecerse un certamen indefinido de lecturas, tan críticas y eruditas como se deseara, sin que el enigma del relato fuera por completo desentrañado. El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde pertenece a este rango.

Como es sabido, Stevenson encontró las fuentes de inspiración de esta pequeña obra maestra en la trama urbana de su ciudad natal, Edimburgo, y en las particulares costumbres de algunos de sus conspicuos ciudadanos a comienzos del siglo XIX. La vieja Edimburgo fue en origen un villorrio, amurallado en 1450, de caserío compactado y callejas torturadas y crespas, erigido alrededor de Castle Rock, un risco volcánico propicio para la defensa y habitado por pictos, bretones y escoceses desde el siglo IV a.C. En el XVIII se abatieron las murallas que había levantado el rey Jacobo y se llevó a cabo una ampliación de la ciudad en lo que fue un modélico ejemplo de urbanismo de la Ilustración, levantado en parte sobre el trazado de la ciudad vieja, cuyas callejas y rincones quedaron en el subsuelo de la nueva. En aquella época, Edimburgo se había convertido en un destacado centro científico y cultural, a la vez que el varadero de un aluvión demográfico procedente en gran parte de las hambrunas que azotaron Irlanda.

El resultado de la confluencia de estas circunstancias hizo de Edimburgo una ciudad dual donde la burguesía ilustrada vivía en los respetables y modélicos barrios de nueva construcción mientras que un lumpen proliferante poblada los niveles inferiores de lo que había sido la ciudad vieja. Esta vecindad de clases antagónicas, separadas apenas por el nivel del suelo, dio lugar a relaciones simbióticas en ocasiones muy productivas. Una de ellas era el tráfico de cadáveres, de los que los maleantes del nivel inferior proveían a los médicos que habitaban el nivel superior con destino a la facultad de medicina de la Universidad de Edimburgo, que entonces era la más prestigiosa de Europa en esta especialidad. En este negocio destacaron dos salteadores de tumbas, conocidos entonces como resurreccionistas, William Burke y William Here, y su cliente, el muy respetable doctor Knox, anatomista de la Universidad. Todo indica que Burke y Here, embalados en su próspero oficio, decidieron obviar el engorro que suponían los desenterramientos realizados con nocturnidad y grave riesgo  y empezaron a  liquidar ellos mismos a quienes habrían de servir a la ciencia en la mesa de disección, para lo que elegían entre la abundante población de mendigos y otras gentes que a nadie importaban nada. Así hasta que fueron detenidos y el mencionado Burke ejecutado y su cuerpo expedido a la facultad de medicina, donde aún se conserva el esqueleto. Knox prestará su oficio de médico a Henry Jekyll y Burke, su carácter criminal a Edward Hyde, y ambos se mantendrán vinculados en la novela a través de un laboratorio científico.

Esta cualidad dual de la realidad y de la moral tuvo en Edimburgo otro notorio representante que también se cita como fuente de la historia de Jekyll y Hyde. William Deacon Brodie (1741-1788) fue un personaje popular y respetado entre las clases bienestantes de la ciudad. Ebanista, presidente (deacon) del gremio local de carpinteros y albañiles de la construcción y concejal, dedicaba las noches a saquear las casas de sus clientes, que allanaba entrando con la copia de la llave que había hecho prevaliéndose de la confianza que éstos le otorgaban, y con la colaboración de su compinche en estos negocios, el cerrajero George Smith. Brodie, que había fabricado algunos muebles para el padre de Stevenson, y Smith fueron juzgados, encontrados culpables y ahorcados. Un pub que lleva el nombre del primero conserva viva su memoria entre las calles Lawnmarket y Bank Street de Edimburgo.

Leído ahora, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde puede resultar obvio e intrigantemente simple, pero es duro y luminoso como un diamante. Lo he repasado acompañado por las notas que le dedica Vladimir Nabokov en su Curso de literatura europea, a fin de gozar de la compañía de un experto, pero debe reconocerse que el maestro ruso no pasaba por su momento más perspicaz cuando examinaba ante sus alumnos esta obra. No es la primera vez que encuentro las opiniones de Nabokov  banales, cuando no falsamente estridentes, pero, en esta ocasión, su desinterés, si no por el relato, sí por sus virtualidades didácticas, es notorio. Nabokov rechaza cualquier enfoque psicológico, historicista o documental de las obras de ficción. Éstas valen por sus cualidades como artefactos narrativos y nada más. En la obra de Stevenson, sin embargo, este enfoque crítico resulta insuficiente y el admirador de la inteligencia de Nabokov nunca sabrá si es por limitaciones propias de su método o por cierta mezquindad característica del escritor ruso para reconocer el genio de los demás.

Robert Louis Stevenson (1850-1894) es un narrador formidable, enfrentado, en Jekyll y Hyde, a algunos serios problemas narrativos para desarrollar el tema propuesto, que resuelve por el trámite de no dejarse atrapar en su lógica. Éste es un notable rasgo de ingenio: la capacidad de imponer sus propias normas de desarrollo a un material narrativo complejo y cuyo abordaje hubiera desalentado a cualquier otro escritor menos dotado. Aquí, el narrador sólo emplea los recursos que le son necesarios para hacer progresar la historia hasta el final y pone todos los elementos circunstanciales, pocos y funcionales, al servicio de este fin, como un atrezzo que no debe distraer del nudo argumental. Jekyll y Hyde es un relato notablemente sobrio y despojado, donde personajes y escenarios tienen una estricta presencia funcional al servicio de una cuestión esencial: el descubrimiento de la radical dualidad del ser humano. La funcionalidad de los elementos circunstanciales es tan característica que da un aire ligeramente teatral al relato, lo que sin duda explica el sinnúmero de versiones cinematográficas y escénicas que ha registrado esta historia.

Esta cualidad plástica es sin embargo engañosa porque el núcleo de la historia es intraducible en imágenes. Ni el tosco procedimiento del bebedizo que propicia el tránsito entre las personalidades de Jekyll y Hyde, ni la apariencia física de Hyde, cuya descripción se hurta deliberadamente a los lectores, pueden ser representados en un escenario o en el cine sin riesgo serio de caer en la bufonada, como de hecho ocurre, y aquí hay que dar la razón a la advertencia de Nabokov a sus estudiantes. Stevenson no está especialmente interesado en lo prodigioso ni en lo terrorífico; al contrario, diríase que está empeñado en conferir una atmósfera de relativa normalidad a un asunto que, en sí mismo, es monstruoso. Si los personajes que rodean a la misteriosa pareja formada por Jekyll y Hyde se muestran consternados o escandalizados por lo que, al parecer, está ocurriendo es para mantener en vilo la atención del lector y dirigirla hacia el discursivo final, donde el desasosiego de orden moral es muy superior al terror físico. Hasta tanto llega este momento, los hechos se mantienen ocultos y esta opacidad de lo que está ocurriendo se debe a que Stevenson ha retratado a los personajes que sirven de vector a la narración -Enfield, Utterson- con rasgos convencionalmente obtusos.

Para explicar la adopción del punto de vista del relato y el carácter alusivo de sus referencias, quizás sea útil volver a las fuentes históricas que inspiraron a Stevenson. Éste debió escuchar muchas veces las narraciones que corrían en Edimburgo sobre las andanzas, a esas alturas ya legendarias, de personajes como Brodie. William Burke y el doctor Konx. Sin duda, le fueron referidas por individuos que pertenecían a la parte respetable de la sociedad, los cuales, previsiblemente, contaminaban su relato con una sobrecarga de escándalo y pesadumbre moral, a la vez que se negaban, por desconocimiento o pudor, a descender a los detalles más precisos de los hechos. Así, los rufianes que protagonizaban estas historias se convertían menos en personajes identificables que en manifestaciones horrendas de un turbio clima moral.

De este modo, Jekyll y Hyde se acerca al modelo de novela filosófica que se pondría de moda algunas décadas después. Ante la ceguera de los personajes de la época, dictada por el nivel de sus conocimientos científicos y de sus prejuicios sociales, el relato descubre que el bien y el mal, en sus acepciones más extremas, están presentes en el individuo y pueden convivir en su conducta con relativa naturalidad. Lo que a la postre inquieta al lector es la posibilidad de convivencia con un fenómeno aberrante que habita en su interior. Esta incubación del mal bajo una robusta estructura civilizatoria hecha de leyes, adelanto científico, normas de convivencia y bienestar material, es una noción universalmente compartida  (hoy en mayor medida que en la época de Stevenson), que, sin embargo, no deja de ser una fuente constante de desasosiego: ¿En qué momento y bajo que circunstancias Jekyll se convierte en Hyde?

Stevenson no lo dice; aclararlo hubiera resultado disfuncional e inútil. Los artificios de los que echa mano para responder a esta pregunta son los previsibles para las expectativas de los lectores de novelas de aventuras de casi cualquier época desde Ovidio: Jekyll se convierte en Hyde mediante una pócima y luego éste se entrega a una vida depravada. Sin embargo, la naturaleza específica del bebedizo, así como las acciones posteriores del delincuente permanecen en la oscuridad y sólo son advertidas por el lector a través de los testimonios parciales e insuficientes de los testigos. Mientras la narración se cuenta desde fuera de la conciencia del protagonista, los lectores asisten a su desarrollo a través de la bruma y sólo en el capítulo final, cuando toma la palabra el personaje dual Jekyll-Hyde comprendemos que la clave es moral. Aquí, los recursos narrativos que el novelista ha empleado para conducirnos hasta este punto se vienen abajo, como los forillos de un teatro, y el lector queda a solas con la angustiada confesión de un hombre que ha pagado con su vida la insoportable dualidad de su conciencia definitivamente escindida. El que ha escrito la confesión antes de morir es Jekyll pero habla de Hyde, la personalidad finalmente dominante, como si en verdad fuera otra persona susceptible de seguir viva fuera del cuerpo común a ambos: ¿Morirá Hyde en el cadalso?, se pregunta Jekyll, ¿O encontrará el valor suficiente para liberarse de sí mismo en el último instante? Dios lo sabe; a mí me tiene sin cuidado; ésta es la hora verdadera de mi muerte y lo que venga después concierne a otro y no a mí mismo. Y por eso, al dejar la pluma encima de la mesa y proceder a lacrar mi confesión, pongo fin también a la vida del desdichado Henry Jekyll”. Por lo que el lector ya sabe de episodios anteriores, Hyde “se había liberado de sí mismo” mediante la ingestión de cianuro. Lo que ahora se aclara es que Jekyll había muerto bajo la personalidad de su alter ego; es decir, había muerto antes que Hyde y poseído por éste.

Nabokov cuenta que Stevenson, al sufrir la hemorragia cerebral que acabaría con su vida, exclamó: ¿Qué me pasa, qué es esto tan extraño, me ha cambiado la cara?. Y añade Nabokov, “hay una extraña relación temática entre este último episodio de la vida de Stevenson y las fatales transformaciones de su maravillosa novela”. Fiel a su designio, Nabokov no menciona ninguna posible conexión del relato de Stevenson con aspectos clínicos. Éstos sin embargo, han sido aludidos en la literatura psiquiátrica en repetidas ocasiones, relacionando, una veces, el caso Jekyll y Hyde con una forma de psicosis conocida como personalidad múltiple o histeria de la personalidad alternante y, en otros casos,  con la pérdida o mutilación del lóbulo frontal del cerebro que regula la adaptación a las normas de convivencia establecidas por lo que se le llama en ocasiones órgano de la civilización (Luria). En este campo de lecturas psiquiátricas, el relato de Stevenson se menciona a menudo acompañado de otras obras, como El doble de Dostoievsky, El caballero doble de Teófilo Gautier, o Los elixires del diablo, de E.T.A. Hoffmann. En cualquier caso, Jekyll y Hyde, y singularmente su último capítulo, puede leerse como el análisis de un exacerbado carácter maníaco-depresivo, aunque en clave moral. En realidad, el desarrollo del relato constituye una progresión hacia las profundidades de una conciencia dual, desde los frágiles indicios de una conducta anómala observados desde el exterior. Veamos cómo nos guía Stevenson en este viaje:

1.La primera noticia de la existencia de un personaje atrabiliario y salvaje, que ha apaleado a una niña sin motivo alguno y con extrema crueldad, la recibimos de Enfield, un testigo casual, desocupado paseante, que se la cuenta a su amigo, el abogado Utterson. Enfield ofrece la introducción al relato, que es retomado por Utterson y establece la primera conexión entre el respetable y sosegado doctor Jekyll con un personaje apenas entrevisto llamado Edward Hyde, respecto al que el primero debe tener alguna relación de afecto o dependencia porque lo ha designado su heredero universal.

2. En el primer capítulo del relato, Stevenson ya ha establecido el código de recursos narrativos del que se servirá para impulsar la acción. Ésta se desarrolla a través del intercambio de informaciones entre un selecto y reducido grupo de no más de cuatro respetables caballeros de la sociedad victoriana, que se mueven en dos escenarios estereotipados: las calles, desoladas, vacías y oscuras, por las que cruza el depravado Hyde y donde comete sus fechorías, y la sacrosanta intimidad de los domicilios privados de solteros, bien provistos de fiel mayordomo, excelentes vinos y una crepitante chimenea, junto a la que estos ciudadanos leen y descifran los documentos (testamentos, cartas, informes) que progresivamente arrojan luz sobre el “extraño caso”. De hecho, la magnitud trágica del desenlace del relato se desencadena por la ruptura de esta estricta división del espacio público y privado cuando Utterson se ve obligado a asaltar los aposentos traseros de la casa Jekyll para descubrir la verdad. En esta operación, en la que se recurre al hacha para derribar la puerta del estudio del científico, se da también un episodio de subversión social pues el fiel mayordomo de Jekyll, Poole, que ha asistido con profesional circunspección a todas las extravagancias de su patrón, es ahora el que maneja el hacha contra la intimidad de éste. Desde las primeras líneas, el relato está recorrido por la amenazante fragilidad de las convenciones de la sociedad victoriana y el lector no puede sacudirse la desasosegante impresión de que los rituales burgueses de tertulia masculina alrededor de una copa de buen oporto, que constituyen la actividad principal y casi única de los personajes de la novela, están amenazados de manera irreparable.

3. En su primer delito conocido, Hyde escapa a la ira que despierta entre los vecinos el atropello de la muchacha porque consigue llegar a la trasera de la casa de Jekyll y sacar de ella un cheque de noventa libras y otras diez en metálico con las que indemniza, o compra, la sed de justicia de los familiares de la niña y del populacho que la acompaña. En la resolución de este episodio, Stevenson ofrece, de una parte, una pincelada certera del funcionamiento social, donde la respetabilidad la da el dinero, capaz de comprar la impunidad y donde un individuo pasa de criminal a caballero en un instante y con la mayor naturalidad por el mero procedimiento de exhibir la chequera. Uno de los rasgos de esta novela de crímenes y desórdenes públicos es que las instituciones encargadas de su represión –la policía y los jueces- están por completo ausentes. Todo se resuelve en el ámbito del acuerdo privado. De otra parte, lo que nos enseña este episodio es una de las claves significantes del relato: Jekyll y Hyde comparten la misma casa, pero habitan en alas distintas: el frente, respetable y burgués, es el ámbito de Jekyll, y la trasera, antigua academia de medicina y laboratorio más o menos informal que da a un patio desierto, es el dominio de Hyde. Éste habita, pues, donde se desarrolla la ciencia.

4. Después de recibir la confidencia de Enfield, Utterson siente redobladas sus sospechas sobre la relación que une a Jekyll y Hyde. Curiosamente, esta sospecha no se debe a ninguna evidencia empírica, antes de que tuviera noticia por Enfield de la agresión a la niña, sino al atisbo de cierta anomalía sobre el comportamiento que es exigible a un caballero en sus negocios públicos y privados. El hecho de que Jekyll haya nombrado a Hyde heredero universal, lleva a Utterson a la sospecha de que quizás éste esté haciendo objeto de chantaje a su respetable amigo. Este pensamiento le impacta con tanta fuerza que Utterson se lo aplica a sí y termina pensando si él mismo no tendrá “algún pecado antiguo” que le haga vulnerable a un chantaje. De inmediato el narrador nos tranquiliza, “el pasado de Mr. Utterson podía calificarse de intachable; pocos hombre habrían podido leer con menos recelo el expediente de su vida”. Estas líneas sorprendentes refuerzan la impresión de fragilidad de las convenciones morales que sostenían la sociedad victoriana, que sin duda debía ser compartida por los lectores de Stevenson. Como consecuencia de sus reflexiones, Utterson realiza una discreta aproximación a su amigo para conocer de su boca si está en algún apuro que pueda arreglarse mediante los recursos disponibles por los ciudadanos de su clase, pero Jekyll se niega a hacerle ninguna confidencia. El drama que le asedia escapa a las competencias de Utterson y a los mecanismos de solución de conflictos propios de la clase social a la que pertenecen ambos. Jekyll se nos presenta así como un individuo aislado por un estigma del que por ahora no conocemos su naturaleza y que escapa a las convenciones sociales en las que vive inmerso.

5. Nabokov pone de relieve que Enfield y Utterson son personajes obtusos, a los que se les escapan las evidencias de las que son testigos, y, fiel a su criterio de considerar la novela como un artefacto, entiende que estos rasgos de falta de agudeza constituyen un recurso estilístico para mantener el misterio de la narración. Si los personajes-testigos, que sirven de vectores a la historia, no ven la realidad que tienen delante de sus narices, el lector tampoco puede deducirlo de sus testimonios. Sin embargo, la eficacia de este recurso en la economía del relato se basa en que es verosímil, no porque sea una elección pertinente del autor, que ha pintado con rasgos de escasa agudeza a estos personajes, sino porque esta forma circunspecta y cargada de prejuicios era el modo habitual de conocimiento de la realidad en los personajes de la sociedad que describe Stevenson. Jekyll y compañía mantienen entre sí relaciones codificadas en alto grado, en las que resulta una imperdonable falta de etiqueta la intromisión en el espacio de la existencia del otro considerado como su vida privada. Es decir, son personajes que no sólo no se conocen bien sino que no están interesados en conocerse. Lo que comparten es un reducido patrimonio de habilidades sociales y mecanismos de negociación, que excluye numerosos aspectos de la existencia humana. Mientras estos aspectos no irrumpen en el ámbito público, no hay problema. La crisis estalla cuando aparece Hyde.

6. Un año después del suceso de la niña agredida por Hyde, durante el cual no ocurre nada, lo que hace pensar que, o bien la actividad criminal de este tipo no era tan frecuente como se da a entender, o bien se mantenía en los límites aceptados por la sociedad victoriana (episodios de vicio inglés con prostitutas y cosas así), se produce un acontecimiento que eleva la curiosidad por el “extraño caso”. Hyde asesina a golpes de su bastón a Carew Denvers, un prestigiado caballero, miembro del Parlamento. El suceso repite las circunstancias de la agresión a la niña: una noche oscura y una calle solitaria, el encuentro casual de la víctima con Hyde, una reacción inesperada y bestial de éste, y toda la escena vista por una doncella asomada al balcón a causa del insomnio y de cierta proclividad romántica, que se desmaya al presenciar lo que está ocurriendo en la calle. Aquí, Stevenson no necesita pintar a un varón de pocas luces como testigo, le basta con acumular unos cuantos tópicos sexistas para conservar en la niebla las circunstancias del ataque. Una circunstancia providencial devuelve este acontecimiento al cauce del relato y al pastoreo que nuestro Utterson ejerce sobre su desarrollo: el tal Denvers es también cliente del abogado y lleva consigo una carta para éste por lo que Utterson recibe aviso de la policía y puede identificar en el fragmento del bastón con el que Denvers ha sido asesinado, que es el mismo que él le regaló en cierta ocasión a  Henry Jekyll. Todo indica que el misterioso caso está punto de ser resuelto, pero no es así. Utterson lleva a la policía hasta el domicilio de Hyde, cuya ubicación conoce por el testimonio de Enfield, aunque no lo reconoce como la trasera de la casa de Jekyll, pero, como es previsible, el maleante no está. Abogado y policía descubren que el tipo es titular de una jugosa cuenta bancaria y deciden esperarle en el banco a que llegue para reponer fondos pero “la cosa no fue tan fácil de realizar” porque nadie parecía capaz de dar una descripción útil de Hyde.

7. Hyde es un personaje huidizo pero se muestra en público muchas veces, despertando en quienes lo ven una viva repugnancia y temor cuya naturaleza nadie es capaz de describir pero que, en todo caso, impide fijarse en sus rasgos concretos. No es sólo, pues, que un puñado de testigos privilegiados sean incapaces de advertir lo que es evidente, sino que un sinnúmero de individuos, que muy bien podrían representar a la sociedad entera, no consiguen ver al individuo Hyde a pesar de que lo tienen delante; lo que ven, o lo que nos dicen que ven, es una figura que encarna el mal. En términos estrictamente físicos, esta hipótesis en la que se basa la verosimilitud del relato de Stevenson durante buena parte de su desarrollo podría resultar increíble, pero sabemos que no lo es. Al contrario, las razones para ver o no ver algo o a alguien en un contexto social son muy variadas, entre las que la mera percepción ocular es sólo una de ellas y no siempre la más importante. En la decidida economía de explicaciones que ha resuelto aplicar Stevenson a su relato, todos los testigos coinciden uniformemente en el carácter repulsivo de Hyde para justificar su incapacidad en dar más detalles, pero los lectores sabemos que, bajo esta aparente uniformidad de los testimonios, que por otra parte refuerza el clímax del relato como una nota constante y ominosa que puntea cada aparición del criminal, se esconde una constelación de motivos muy comunes en el comportamiento humano, que, en todo caso, convergen en un mismo efecto: preservar la opacidad de un acontecimiento. Nuestro esfuerzo está dirigido tanto al desvelamiento de los secretos y a la claridad como a sus contrarios. Los burgueses que se enfrentan a Hyde no quieren verlo porque reconocen en él una fuerza que niega sus privilegios y su forma de vida, y los villanos no quieren decir lo que han visto porque  temen que su testimonio les devuelva su propia imagen ante la policía. En el episodio del atropello de la niña, los perseguidores de Hyde no sólo no se sienten intimidados por éste sino que le acosan y por último están dispuestos a llegar con él a un acuerdo económico que zanje el  engorroso incidente del que han sido testigos. Todos estos prejuicios, que Stevenson sabe que anidan en el mecanismo cognitivo de la gente, y que sus lectores comparten, hacen que sea verosímil el carácter escurridizo de Hyde, al que entre todos hemos convertido en un fantasma. Para el desvelamiento del enigma, el lector tendrá que aceptar, pues, el camino que le propone el autor, que discurre a través del conocimiento privado de las cartas y confesiones escritas que intercambian los burgueses más directamente implicados en el caso. Esta fe notarial en los documentos, muchos de ellos escritos al borde de la muerte del autor, otorgan una credibilidad oficial a lo que se cuenta en la novela. No llegaremos a saber más del extraño caso, que no deja de ser extraño cuando llegamos a la última palabra del relato, pero podemos asegurar que lo que sabemos ocurrió tal como nos ha sido contado. Palabra de notario.

8. De modo que, a partir de este punto, tras la fallida captura de Hyde a raíz de que asesinara a Denvers, los testimonios escritos por los personajes menudean y dan razón de la evolución del relato. No en vano,  el capítulo siguiente se titula El incidente de la carta. Utterson consigue llegar hasta la trasera de la casa de su amigo Jekyll donde se encuentra éste en estado de gran postración y comentan el asesinato de Denvers. El abogado está inquieto porque cree que su amigo encubre a Hyde y teme que, si éste es llevado a juicio, el nombre de su amigo salga perjudicado. De nuevo hay aquí una dolorosa impotencia por parte de Utterson para comprender la naturaleza de la pena de su amigo. En este lance, Jekyll entrega a Utterson una carta presuntamente escrita y enviada por Hyde en la que éste confesaba que había decidido escapar y que no debe preocuparse más por él. Utterson respira aliviado ante la posibilidad de que el doctor se haya librado de su peligroso acompañante, pero este alivio dura hasta el momento en que el fiel/infiel mayordomo Poole, que abre y cierra la puerta no sólo a los visitantes de la casa sino también a los acontecimientos del relato, le confiesa que Jekyll no ha recibido ninguna carta ese día, tal como Jekyll le había dicho. La información contenida en este fragmento tiene un doble efecto. Es la primera vez que Utterson y el lector comparten la sospecha de que Jekyll y Hyde están más unidos que lo que haría pensar una sospechosa convivencia de dos tipos tan opuestos. Pero, para el abogado, el descubrimiento de la mentira de su amigo introduce un cambio de actitud. Utterson empieza a comprender que está en el bando enfrentado a su amigo. La sospecha se convierte en casi certeza cuando el pasante de su bufete, Guest, que tiene aptitudes de perito calígrafo, diagnostica que el autor de la carta de Hyde y el de los documentos que firma el doctor Jekyll es la misma persona. Durante unos instantes la credibilidad del documento escrito ha quedado en suspenso por efecto de las manipulaciones de su autor, pero al final la verdad resplandece al aplicar un examen caligráfico. El lector va por buen camino: los documentos escritos pueden engañar a un observador crédulo o poco avisado pero, en sí mismos y al contrario que las personas, no mienten nunca.

9. Uno de los rasgos característicos del relato es que, fuera del trasiego de cartas entre los acomodados burgueses del cogollito que constituye la trama, la acción se detiene. El autor parece resuelto a confinar su historia en el ámbito de la correspondencia transferida de un personaje a otro, sin adoptar ninguna iniciativa propia ni emprender ninguna exploración fuera de este espacio cerrado. Después de que Utterson estuviera a punto de descubrir la identidad de Hyde a través de la falsa carta que presuntamente éste le había envíado a Jekyll, retorna un periodo de enrarecida normalidad. Hyde sigue desaparecido, el crimen de Denvers permanece irresuelto y los caballeros ingleses retornan a sus melancólicas rutinas de cenas en la casa de unos y de otros en las que de nuevo participa Jekyll. En una de estas casas aparece un nuevo personaje-testigo, el doctor Lanyon. Este retorno a la normalidad resulta sin embargo muy breve y pronto Utterson experimenta que Jekyll no quiere entrevistarse con él y le cierra la puerta de su casa, así que este zascandil, ocupado sólo en el oficio de vector de la trama, decide dirigirse a la casa del doctor Lanyon en busca de una explicación y encuentra a éste sumido en un shock del que la causa principal es Jekyll, pero sobre el que no se ofrecen más detalles. Nueva carta de Utterson a Jekyll para pedirle explicaciones de su extraña conducta y respuesta de éste negándose a darlas. Pocos días después muere Lanyon y Utterson recibe un sobre dirigido a él y escrito por su amigo difunto que contiene otro sobre cerrado con instrucciones para ser abierto sólo en caso de muerte de Jekyll. Las cartas, pues, adquieren el carácter de un material altamente explosivo que se va acumulando a la espera del momento de la deflagración. Entre tanto, llega otra pausa en el curso de los acontecimientos.

10. Los espacios físicos que describe Stevenson –las calles de noche, las casas en penumbra- tienen un carácter teatral y el efecto lo consigue mediante una inteligente economía descriptiva en la que las pinceladas de detalle son las justas para ofrecer al lector un ámbito evocador, pero no realista. Estas cualidades se hacen muy evidentes en el siguiente capítulo de la novela donde se da noticia del paseo habitual de Enfield y Utterson que les lleva de nuevo al patio trasero de la residencia de Jekyll, donde habita o habitaba Hyde, y donde encuentran al primero en una ventana. Cuando, desde la calle, los dos caballeros intentan establecer un diálogo con el doctor e invitarle a que dé un paseo con ellos, Jekyll desaparece de la ventana con una expresión de terror. La escena tiene un carácter teatral en su apariencia y resulta interesante porque sintetiza el proyecto narrativo de Stevenson. Éste no está interesado en contar un proceso, sino un estado de cosas, y, por lo que sabremos después, un estado de la conciencia, que se representa de manera muy plástica en esta escena. Los dos amigos burgueses pasean plácidamente, como si nada hubiera pasado antes, convencidos de la desaparición del mal y del retorno de la normalidad y, cuando encuentran al doctor en un patio trasero y desolado, éste permanece aislado tras el cristal del ventana, en una exposición forzada, absorta y dolorosa, y, apenas sus interlocutores le invitan a sumarse a su placentero paseo, vuelve el terror innominado en una mueca de la cara del médico, que desaparece de la vista al instante. La escena recrea con una plasticidad absoluta el tema del relato. La pericia de Stevenson se advierte en que la haya insertado en un punto justo de la narración en el que el lector ya conoce suficientes antecedentes de la historia pero todavía no está en condiciones de adivinar el final.  Así están las cosas, parece decirle Stevenson, un instante antes de que se desencadene el desenlace.

11. Utterson está de nuevo en su casa entregado a sus apacibles naderías ante una copa de oporto cuando recibe la visita de Poole, el mayordomo de Jekyll, que llega aterrorizado. Algo se ha desplomado definitivamente en la vida de su patrón y requiere la ayuda del abogado y amigo. Ambos acuden a casa de Jekyll, y tras prolijas y fastidiosas disquisiciones en las que el obtuso abogado intenta hacerse una idea de lo que está ocurriendo por las declaraciones del mayordomo,  asaltan el  estudio trasero de la casa después de que oigan el aullido de Hyde que pide auxilio tras la puerta. Allí encuentran su cadáver, con síntomas inequívocos de haber ingerido cianuro. La primera conclusión de los asaltantes es que Hyde ha matado antes a Jekyll y ha ocultado su cuerpo, así que lo buscan sin éxito y los indicios les dicen que éste tampoco ha huido. “No alcanzo a comprender, Poole”, exclama, como era de esperar, Utterson.  Mayordomo y abogado vuelven al estudio y reanudan el examen de la habitación, que les proporciona el hallazgo de un nuevo sobre lacrado dirigido a Utterson con diversos documentos en su interior, entre ellos un nuevo testamento en el que Jekyll nombra a su amigo heredero universal, lo que, una vez más, sorprende al abogado. Una nota adjunta a este paquete de documentos advierte a Utterson que, cuando la haya leído, el firmante, Henry Jekyll, habrá desaparecido. El mayordomo aún entrega al abogado otro sobre lacrado. Utterson está tan mareado como el lector ante tanto acopio de información no decodificada y entonces decide lo único razonable y le dice al mayordomo: “es preciso que yo regrese a mi casa y lea con tranquilidad estos documentos; sin embargo, estaré de vuelta para la media noche”. Una vez más, la historia se repliega al ámbito privado; la acción queda sometida a la introspección: la realidad, al conocimiento de la realidad.

12. Los hechos han concluido y queda pendiente su explicación. En primer término, la concerniente al cruce de identidades entre Jekyll y Hyde. A esta cuestión da respuesta el testimonio escrito por el doctor Lanyon antes de morir y que obra en poder de Utterson. Jekyll se convierte en Hyde por la ingestión de cierto brebaje humeante preparado a base de determinadas sales en un líquido que hace de excipiente. Lanyon es un científico y su testimonio, en este sentido, es de todo crédito, aunque Stevenson no incurre en la torpeza de enmascarar con detalles la improbabilidad del método del bebedizo. Lo dice Lanyon, que ha sido testigo de la metamorfosis, y basta. En este punto del relato es donde se hace evidente el arrojo y la destreza fabuladora de Stevenson. La transformación de Jekyll en Hyde es improbable en grado superlativo, pero resulta verosímil al lector, que, sin embargo, la encuentra insoportablemente grotesca cuando la ve representada en el teatro o en el cine. La técnica del relato de Stevenson se ha basado en una doble estrategia: una narración indirecta de los hechos, apoyada en la credibilidad de personajes-testigos, y el aporte de algunos pocos toques impresionistas de detalle para dar consistencia física a las situaciones. Este tratamiento liviano y elusivo del material narrativo crea una oquedad en el núcleo del relato que debilita las reticencias del lector, el cual necesita llenar las lagunas de su conocimiento de los hechos mediante el aporte extraído de sus propias conclusiones y prejuicios. Es posible que los primeros lectores de El extraño caso de Jekyll y Hyde estuvieran poseídos de una ingenuidad tal que les hiciera sorprenderse por la arriesgada apuesta argumental de Stevenson, pero los lectores actuales, que no sólo conocen el desenlace de la novela sino que están familiarizados con el tema hasta el hartazgo, encuentran en sí mismos las reservas de ansiedad y estupor suficientes para que la transformación de Jekyll en Hyde resulte plausible a pesar del tosco recurso al bebedizo. La fuerza de un buen relato reside en que su credibilidad supere la prueba del desgaste de los materiales novelescos con los que está escrito, y eso ocurre con esta historia.

13. La postrera explicación al extraño caso la ofrece el propio protagonista. Aquí, los vericuetos por los que hemos sido conducidos a través del laberinto desaparecen y el lector se enfrenta al monstruo, que, debemos reconocerlo, termina devorando al visitante. Lo que éste encuentra es una conciencia dúplice en la que cada personalidad tira de la otra y entre ambas mantienen una angustiosa relación de amor y odio. Jekyll y Hyde se necesitan y se complementan, y al principio ambos creen que la convivencia será posible, pero con el tiempo advierten que cada uno niega y amenaza al otro, por lo que se establece una pugna de dominio que no ha terminado con la muerte porque Jekyll no reconoce en su propio fin el de Hyde y quizás Hyde sueñe con sobrevivir a la suerte de Jekyll. Este ambiguo final otorga al relato un resplandor mítico. Los personajes-testigos han visto el cadáver de Hyde pero no han encontrado el de Jekyll, a pesar de que es éste el que anuncia su propia muerte. La evidencia del cadáver es posible que no pruebe nada. Desde el principio del relato, los testigos se han mostrado tan torpes frente a las evidencias que tal vez sean víctimas de un nuevo trampantojo y Jekyll y Hyde sigan viviendo, en alguna parte, de algún modo.