No parece que don Rajoy pueda considerarse un político de izquierda y en cuanto a si estaba próximo al centro es una cuestión que solo se explica por sus modales elusivos y parsimoniosos, que le hacían parecer neutral y políticamente inubicable, como el funcionario que en realidad es. Por lo demás, la historia le recordará como el autor de una brutal contrarreforma laboral al servicio de los intereses del capital, por sendos intentos de contrarreforma en educación y en el derecho al aborto, que costaron el cargo a los ministros promotores, don Wert y don Gallardón, y por haber mantenido intacta la tensión en Cataluña al servicio de una concepción centralista y autoritaria del estado. Viene a cuento esta disquisición para situar el proliferante comentario de estas horas según la cual el pepé se ha escorado a la derecha con la elección de su nuevo líder. Lo que ha ocurrido en el pepé es que ha salido del muermo rajoyano y lo ha hecho de manera improvisada, destartalada y estrepitosa. Juvenil y democrática, dirán los pelotas. Don Casado no está más a la derecha que don Rajoy, solo gesticula más y es más estridente, del mismo modo que don Sánchez no está más a la izquierda que don González o don Rubalcaba, aunque necesita parecerlo.
La causa de la radicalización de los partidos hay que buscarla en el funcionamiento general del sistema, que tiene un efecto devastador sobre la cohesión social y ensancha sin cesar la brecha que recorre la nación. Vivimos en un estado de desesperación en el que los de abajo necesitan recuperar con urgencia las rentas y los derechos que les han sido arrebatados y los de arriba asisten con la determinación que da el miedo a la posibilidad de tener que repartir lo que su ventajosa posición les ha hecho ganar, y todo ello en un escenario internacional incierto y potencialmente peligroso. En resumen, la lucha de clases vuelve a llamarse por su nombre. Don Rajoy sometió al país a un estrés insoportable mientras se comportaba como si no fuera consciente de ello, y solo de ese modo se explica su desalojo de la poltrona en una escena inesperada y casi novelesca, enfrentado en el parlamento a una improbable coalición de intereses mientras se refugiaba con un puñado de leales en el reservado de un restaurante. Esta versión postmoderna del asesinato de Rasputín ha terminado con el último vestigio de la presunta normalidad del llamado régimen del setenta y ocho. Ahora vienen los jóvenes, lo que no quiere decir más que eso, que han nacido más cerca del momento presente que los viejos. No debe ser casualidad que el paradigma de la situación sea la pugna por la exhumación de una momia en cuya sepultura se encuentra el origen del estado de cosas que ahora se desploma, se transforma o muda a la manera gatopardesca. ¿Quién sabe?