Hace unos días, el amigo Quirón nos ofrecía en esta bitácora una ilustrativa explicación del funcionamiento de la orden benedictina a cuenta del tira y afloja entre el gobierno de España y el prior de Cuelgamuros por la exhumación de la momia por antonomasia. La nota de Quirón no recogía sin embargo una maliciosa observación que sus amigos le hemos oído en alguna ocasión en privado, según la cual los monjes son nacionalistas porque es el único vicio que no es pecado. Habría que añadir que tampoco es delito, así que los frailes y curas pueden revolcarse en este prado sin miedo a la justicia divina ni a la humana. El prior benedictino que se opone a la exhumación de los restos del dictador y que está a punto de provocar un conflicto diplomático entre España y el Vaticano es falangista y fue candidato de esta organización política en sendas convocatorias electorales en mil novecientos noventa y tres y noventa y cuatro, eso sí, en el último puesto de la lista, como corresponde a la modestia que se espera de un fraile ordo sancti benedicti. El prior de Cuelgamuros es, pues, un vástago conspicuo de aquella legión de curas (la inmensa mayoría, entonces) que secundaron la cruzada y celebraban misa con el pistolón amartillado bajo los ornamentos litúrgicos. En las abundantes horas de ensimismamiento que le deja su condición monacal, el prior se ha entregado además al estudio de la historia para descubrir que la unidad de España se remonta a los visigodos. Podemos imaginar el subidón de adrelina que ha acometido a este fray joseantoniano, mitad monje y mitad soldado, al verse de nuevo hombro con hombro con la familia Franco y el movimiento de tenebrosos friquis que quieren conservar el mausoleo de Cuelgamuros como lugar de peregrinación fascista, y devolvernos a todos a la edad media.

Los monasterios benedictinos registran un paradójico destino. En la trama eclesial gozan de casi total autonomía a través de una organización confederal en la que la autoridad superior de la orden carece de poder coercitivo sobre la autoridad interna del monasterio, como nos explicaba Quirón y vemos en el caso de Cuelgamuros. Este aislamiento orgánico y funcional, unido a que los monasterios están ubicados en parajes idílicos de montaña y los monjes que los habitan gozan de una fama, nunca comprobada, de sabiduría y prudencia, impregnada de la sonoridad áurea del canto gregoriano, los convierte en un imán que las clases ilustradas y dominantes del lugar se apresuran a cultivar en beneficio propio. Los monjes se dejan querer porque la soledad es muy dura y a todo el mundo le gusta que le visiten, más si es con curiosidad y reverencia. A la postre, estas inercias crean una relación simbiótica de intereses entre la comunidad benedictina y los mandamases de la región o país donde el monasterio se ubica. No hay territorio foral, patria, nación o nacionalidad, que no tenga un monasterio benedictino en el  que, de alguna manera muy fina, se conserven las esencias espirituales de la patria. El caso más venteado es el de Montserrat y, ahora, el de Cuelgamuros, pero hay otros bien conocidos. En esta remota provincia subpirenaica tenemos Leyre, cuya posada alberga a los intelectuales serios del lugar que preparan libros y oposiciones, y que cada año es (o era hasta hace poco, no sabría decirlo) objeto de una visita de respeto y gran protocolo por parte del gobierno provincial y presidida por don Felipe de Borbón mientras fue heredero al trono, para rendir homenaje a los reyes medievales del viejo Reyno (sic) que se guardan en una sepultura adosada al muro de la iglesia. Nadie sabe si bajo el precinto funerario reposan los huesos de los reyes o de sus caballerías, pero qué importa, lo importante es que haya huesos a los que adorar y monjes a los que agasajar en su vanidad, tan maltratada por las exigencias de la regla monacal.