Gangs of New York de Martin Scorsese gana con cada revisión. La primera vez parece lo que dice el título, una película de bandas callejeras en clave folclórica. En sucesivas revisiones, sin embargo, entiendes que lo que se está contando es la construcción de un país -que ya empezaba a ser el más grande y atractivo del mundo- en clave tribal. Las sucesivas oleadas de inmigrantes que construyeron la nación formaban identidades contrapuestas y enfrentadas, y los más antiguos se llamaban a sí mismos nativos americanos cuando los verdaderos nativos ya habían sido exterminados o reducidos en reservas. En el tiempo en que se desarrolla la historia, los intrusos eran los inmigrantes católicos irlandeses que huían de las hambrunas de su país. Las batallas entre las bandas ocurren en Five Points, un espacio angosto, destartalado e insalubre, quizá no muy distinto a lo que es hoy una ciudad desindustrializada del middle west y entonces habitado por inmigrantes pobres de todas las latitudes del mundo: crisol original, dice gloriosamente la wiki, donde se mezclaron las razas que formarían la identidad estadounidense. Esta identidad compartida empezó a crearse a raíz de la guerra de secesión, como se ve en la película, cuando el ejército del presidente Lincoln aplastó a cañonazos y descargas de fusilería las veleidades de poder de las bandas y arrasó los inhóspitos barrios que habitaban.
Lincoln refundó la república y su presidencia dejó un doble legado: en el plano simbólico, un país reconocido como el de las libertades para todos, incluidos los hasta entonces esclavos, y, en el ámbito institucional, el germen de la simbiosis entre economía productiva y guerra, lo que más tarde Eisenhower llamó el complejo industrial-militar. Desde Lincoln, la tarea de todos los inquilinos de la Casa Blanca ha sido preservar este legado: libertades internas más hegemonía económica y militar, una fórmula que ha mantenido hasta hoy bajo su férula a la mitad occidental del planeta.
No es probable que don Trump quiera hacer otra cosa distinta a la que hicieron sus predecesores, pero lo intenta de una manera insólita. La globalización económica ha traído consigo el retorno a un tribalismo hosco, irritable, de difícil convivencia (como se ha visto esta mañana en Barcelona), y don Trump ha decidido encaramarse a la ola y navegar a su albur. En esta deriva era inevitable que su primer enemigo fuera el establishment de su país y el conglomerado de prensa que lo representa. Que se sepa, es la primera vez que el emperador de occidente consigue que los medios se sindiquen en su contra, y lo que es más insólito, que él haya emprendido una guerra comunicacional armado solo con una cuenta de tuiter, que es como luchar con una porra y un cuchillo de carnicero (las armas que usan los personajes de la película de Scorsese) contra el complejo industrial-militar. No parece, sin embargo, que vaya perdiendo la guerra este pregonado nativo americano, en realidad hijo de alemanes o suecos, que se siente como pez en el agua en el retorno al tribalismo originario. Sus votantes, que no creen poseer más que su identidad americana y el fusil semiautomático que guardan en el garaje, le son fieles y sin duda hay en el subsuelo de esta situación fuerzas económicas y políticas organizadas que impulsan y avalan al presidente, como en la película lo hacía el aparato del partido demócrata de Tammany Hall. Por lo demás, don Trump exhibe en sus maneras el brutalismo y la zafiedad que caracterizan al capo gansteril que en el filme interpreta Daniel Day-Lewis.