El que dicen que es el tipo más rico del Reino Unido, fervoroso impulsor del bréxit, se ha trasladado a Mónaco. Por si algún lector no hubiera comprendido el motivo, en la misma información se aclara que el principado es una plaza favorable para las grandes fortunas por su generoso sistema fiscal. La noticia se desliza en la charla de media tarde con Quirón, cañas de cerveza por medio, y arrastra otra noticia, esta privada pero igual de obvia. Ocurre en la terraza de una torre en Sant Cugat del Vallès, acaso la localidad de renta per cápita más alta de España, asomada al paisaje de la Selva de Collserola, en la que pasan la tarde estival varias parejas de amigos, ejecutivos, empresarios, altos funcionarios, profesionales asentados. La conversación navega entre los tópicos de clase media: los logros personales –un yate recién adquirido, un jacuzzi al aire libre recién construido, los bonus recién ganados, las reformas de ampliación en la casa del Empordà recién iniciadas, esas cosas- y la ineludible situación política del país sobre la que hay unanimidad: todos son independentistas. Lo son, aunque no puedan imaginarlo en ese momento, porque aman a Mónaco.
El bréxit y el catéxit han llegado tan lejos porque están impulsados y apoyados por las clases altas británicas y catalanas, respectivamente; esas clases que pueden asomarse a la terraza de su dominio y ver a sus pies una extensión verde y plácida de la que dicen, es mi país. Las mismas clases portadoras de lo que Enric Juliana llama, quizá no con la misma intención, el gen convergente. Las mismas clases que no perderán nada cualquiera que sea el final de la aventura. El patriotismo es una inflamación sentimental de las clases menestrales, tan necesarias en cualquier movimiento de independencia porque son las que pueblan las manifestaciones, portan los lacitos amarillos, se encaraman a las farolas para colgar las pancartas y se desgañitan pidiendo autodeterminación. Pero quienes saben de qué va el negocio, entre los que probablemente no se encuentra don Quim Torra, no quieren una independencia como la que tuvo Mozambique, que es el tipo de país para el que la onu acepta el derecho de autodeterminación, sino más bien algo parecido a Mónaco, un estado soberano manejable, opulento, hereditario y de gente guapa como la que está reunida esa tarde en la terraza de Sant Cugat, y cuyo alvéolo fiscal esté protegido por España y la unioneuropea sin ser parte de ellas y de sus fastidiosos compromisos. La mala noticia es que mónaco no es una franquicia y los indepes han tenido que emprender la campaña con la impedimenta que han encontrado en el armario de roble de la masía. El resultado ha sido inevitablemente una versión postmoderna del acreditado levantamiento carlista. Combaten a la monarquía constitucional pero no se atrevieron a proclamar la república y, entre tanto, depositan la legitimidad de la causa en un caudillo carismático en el exilio, que, de acuerdo a la tradición se ha creado para sí un movimiento político a medida y ha nombrado a un regente provisional para que le guarde el sillón mientras las facciones alzadas bajo su autoridad deliberan sobre qué camino seguir. ¿Qué pensarán estos independentistas educados en las glamurosas embiei de la faramalla en la que ha derivado el prusés? Bien, más vale no bajar al detalle y esperar acontecimientos. Como le dijo Humphrey Bogart a Ingrid Bergman, o al revés, siempre nos quedará Mónaco.