Literalmente, noticia falsa, es decir, un mensaje que no se ajusta al hecho al que alude, es decir, una mentira. ¿Dónde está el problema para que el término se haya convertido en una epidemia? Las falsas noticias no son nuevas y algunas han gozado de robusta y dilatada salud; piénsese por ejemplo en Los protocolos de los sabios de Sión. Cierto periodista de vitola de esta remota provincia fue demandado por un político local porque había publicado algunas barbaridades de carácter improbable que aludían a la vida familiar del demandante y más específicamente a las relaciones con su madre. La materia juzgada era una injuria de manual presentada como una opinión fehaciente y el veredicto de culpabilidad del periodista parecía cantado, pero fue absuelto. En su declaración ante el juez, el acusado, al que le temblaban las piernas, deslizó una definición para la antología: el periodismo es una verdad por aproximación. Sin duda, también influyó en la sentencia absolutoria que el acusado fuera el director del diario hegemónico en la provincia y miembro de una de las familias más connotadamente poderosas en el ámbito de competencia del juez. Así funcionaba el mundo antes de las fake news.
Las fake news son una infección característica de ese invento al que llamamos tuiter, que ha reventado la cadena de frío de la información. El periodismo siempre ha jugado en un campo contradictorio: la objetividad y veracidad son su objetivo pero las empresas periodísticas dependen del capital y este está siempre en connivencia con el poder político, a lo que debe añadirse la parcialidad de las fuentes y la subjetividad del autor de la noticia, amén de la receptividad de la audiencia. En todo caso, los agentes del proceso eran pocos y estaban identificados, y la cancha de juego, acotada. Todo lo noticioso que quedaba fuera del área convenida, y era mucho, pertenecía al mundo del secreto, ya fuera oficial o extraoficial, donde parasitaban rumores y bulos, que nunca alcanzaban la respetabilidad de la noticia. De este modo, todo lo publicado eran true news. Tuiter ha arrasado esta convención al multiplicar exponencialmente el número de emisores de noticias y opiniones, extender al infinito la recepción de los mensajes y diluir la credibilidad de los mensajeros. Este fenómeno tecnológico se corresponde con dos circunstancias también nuevas, al menos desde el último medio siglo: el retorno a las ideologías primarias, lo que los finos llaman populismos, y la aparición de filibusteros en el puente de mando de la política. Trump es el paradigma absoluto de esta nueva situación y empuña la cuenta de tuiter como el sheriff de Tombstone empuñaba su colt.
La desenvoltura de Trump para polucionar la mediosfera ha sido imitada por otros sobrevenidos de menor talla. Entre nosotros, don Casado el audaz ha descubierto que hacer política puede muy bien ser ensartar ocurrencias sin término a fin de halagar los oídos de sus seguidores y mantenerlos sujetos a su onda. Este continuum de ocurrencias da lugar al relato, término liviano y practicable que ha sustituido a la demagogia de toda la vida procedente del mundo de la literatura, la cual, por cierto, también titubea entre ficción y no-ficción. Si el telediario del miércoles compite con Guerra y paz, ¿qué pueden hacer los émulos de Tolstoi? El relato trenzado de fake news es una invitación a instalarse en la política como ensoñación, en la que cada quisque puede disfrazarse de su héroe favorito. Pero, si la política se desliza hacia la fantasía, ¿quién construye la realidad? ¿Los chinos?