En ocasiones cae un proyectil que no explota. Y en ocasiones se puede encontrar en tal proyectil una nota: “¡Este proyectil no estallará! ¡Saludos! Firmado: un obrero alemán”
La cita, atrapada al azar, pertenece a una de las crónicas que el escritor afroamericano Langston Hughes (*) envió a su periódico en el otoño de mil novecientos treinta y siete desde el Madrid sitiado y bombardeado por las aviaciones alemana e italiana al servicio de Franco. Entonces, el partido en el que milita de don Borrell y su gobierno estaba bajo las bombas, que tenían como objetivo a la población civil; ahora el pesoe está en el lugar desde donde se lanzan las bombas. Un ventajoso cambio de perspectiva. No puede decirse que el mundo no dé vueltas y que no sea más provechosa la fortuna que la virtud. Don Borrell y compañía han tenido más suerte que don Negrín y los suyos, aunque porten el mismo carné político en el bolsillo. No es probable que los yemeníes lleguen a experimentar la solidaridad internacionalista que tuvieron los republicanos españoles. Un bombero vasco que quiso hacer una modesta aportación contra la masacre, análoga a la del obrero alemán de la crónica, fue sancionado hace unos meses. No se conocen más casos. Sin duda, los yemeníes perderán la guerra, como la perdieron los republicanos españoles y les gobernará una tiranía teocrática como la que nos gobernó a los españoles y de cuyos pegajosos vestigios aún no sabemos cómo librarnos.
Don Borrell dilapidó todo su crédito político, que en buena parte procede de la memoria de quienes estuvieron bajo las bombas en Madrid o en Barcelona durante la guerra civil, cuando el otro día cerró en un circulito formado por los dedos índice y pulgar de su mano izquierda el argumento de que las armas vendidas a Arabia Saudí no producen efectos colaterales (eufemismo para llamar a las mortandades entre la población civil) porque están dirigidas por láser. No explicó si los fabricantes de estas armas están utilizando Yemen para comprobar la eficacia de sus manufacturas como la Luftwaffe utilizó las ciudades españolas como campo de pruebas para su armamento y tácticas de bombardeo. En el argumento y en el gesto profesoral que lo subrayaba don Borrell vertió toda su autoridad como ministro y, por si no fuera suficiente, la que se le supone como ingeniero aeronáutico y doctor en ciencias económicas (fetén, no como su jefe). Si las bombas van con láser, los civiles pueden dormir tranquilos. Los viejos tenemos una memoria arbitraria y los argumentos de don Borrell trajeron a mientes las explicaciones de otro remoto ministro, un tal don Rof Carballo, también con pedigrí científico (era doctor en ciencias físicas), que, obligado a explicar la acción del gobierno ante el pavoroso envenenamiento de la población por aceite de colza en la primavera de mil novecientos ochenta y uno, ofreció una definición de la catástrofe que ha quedado en el mármol de la historia: El síndrome es menos grave que la gripe. Lo causa un bichito del que conocemos el nombre y el primer apellido. Nos falta el segundo. Es tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata. El envenenamiento por aceite de colza dejó una herencia de más de mil víctimas mortales y veinticinco mil afectados, algunos muy graves y con carácter crónico, en una veintena de provincias. Obviamente, el bichito no iba dotado con láser.
(*) Langston Hughes, Escritos sobre España (ed. La Fábrica /BAAM, 2011). Prólogo, notas y traducción de los poemas, Maribel Cruzado Soria. Traducción de las crónicas, Javier Lucini.