Cada tanto, una voz recuerda el cataclismo climático que nos amenaza si no hacemos algo. Ayer mismo el mensaje venía de un acreditado panel de expertos asesores de las naciones unidas. Desde Casandra sabemos que los augurios producen un estremecimiento momentáneo, mezcla de temor y desconfianza, que en nuestro caso ocupa las páginas de los periódicos durante uno o dos días para desvanecerse hasta la próxima. El primo de don Rajoy y su sapiencia de casino han desaparecido del escenario pero las fuerzas industriales y políticas que impulsan la catástrofe no se han detenido. El consenso científico no resuelve la incertidumbre de los datos ni la dificultad objetiva para implementar medidas que den resultados tangibles, que es como funciona la política.
Por ende, los argumentos del discurso están cambiados. Los que creen en el progreso incesante descreen del cambio climático mientras que quienes lo anuncian nos invitan a imaginar un mundo desindustrializado y de bajísimo consumo energético, que para la experiencia de gran parte de la humanidad es un mundo agrario, tribal y empobrecido. La noticia de un digital ilustra esta tensa contradicción: la advertencia del riesgo viene ilustrada por la imagen de una famosa zona desértica –las Bardenas Reales- de esta remota provincia subpirenaica, que es un reclamo turístico en un territorio por lo demás abundante en agua, rico en vegetación, fuertemente industrializado y de alto nivel de vida. Nadie que haya convivido con este árido y bello fragmento del territorio lo relaciona con un desastre climático. Una complacida visión de la historia y de la geología invade al espectador de estos monumentos de piedra.
La ciudad de Esauira, la antigua Mogador, es un puerto atlántico marroquí dedicado a las pesquerías, con una antigua fortaleza portuguesa, calles diáfanas y acogedoras, una playa extensa y casi desierta y un nuevo puerto en construcción. En resumen, un prometedor centro turístico, según los parámetros vigentes en España hace cincuenta años. La carretera que conduce a la ciudad atraviesa un dilatado territorio llano de estructura análoga a las Bardenas mencionadas, de vegetación rala, arbustos dispersos y parcelas de cereal, en el que medran pequeños rebaños de ovino. A mitad de camino, el autobús que conduce a los turistas se detiene para que contemplen y fotografíen un atractivo turístico cercano al prodigio. El árbol de las cabras. El espectáculo es tan sorprendente y chusco que a cualquier experto en el cambio climático le habría costado un buen rato encontrarle sentido, más allá de la explotación económica que de él hacia el cabrero. En efecto, diríase que este emprendedor había comprendido las aplicaciones turísticas de la tendencia natural de las cabras a encaramarse en busca de alimento en las ramas altas de la vegetación disponible, y ahí estaban, mansamente absortas en su condición de espectáculo, sostenidas por unas precarias plataformas hechas de palitroques entre las ramas del árbol. Foto, propina y vuelta al autobús.
Más tarde, las cabras del árbol, inmóviles, expectantes, empiezan a desvelar un significado más profundo. No es la primera vez que a los viajeros les es dado contemplar una conquista del territorio, en este caso por humanos, no muy diferente a la que simbolizan las cabras. El agua es un bien escaso y preciado en el país y las agencias turísticas enseñan con legítimo orgullo los saltos de agua como el de Ouzud en paisajes montañosos de gran belleza, pero lo que llama la atención es la colonización económica del territorio. El turista europeo, orondo, envejecido, trepa penosamente por los riscos que flanquean la cascada y en cada recoveco, sobre cada roca, por inestable y vertiginosa que le resulte al visitante a punto de echar el bofe, hay alguien, quieto, paciente, embutido en una chilaba que le ofrece un collar, unas babuchas o un refresco. Hay en el cuadro una mezcla de tenacidad y fatalismo profundamente humanos. Cambio climático, ¿de qué me está hablando usted?