Estas líneas se deslizan sobre la imagen televisiva de los rostros amuermados que exhiben los prebostes en el  hemiciclo del congreso, reyes eméritos y ejercientes incluidos, mientras llueven sobre sus cabezas las loas del discurso ritual de la presidenta de las cortes. Es inimaginable una escena más parecida a la sala de un museo de cera. Más cierto parece sin embargo que el cuadragésimo aniversario de la constitución es acogido en un clima de mala leche apenas difusa. Una mezcla de malestar e impaciencia, que se manifiesta en la calle, en las urnas, en los vaivenes de los partidos electos, en la impotencia de los gobiernos. El ordinal cuadragésimo otorga a la fecha una nobleza que no tiene el cardinal cuarenta,  más seco y cortante, y más propenso al (mal) humor: la crisis de los cuarenta.  Del mismo modo que los números romanos son más solemnes que sus equivalentes arábigos. La presidenta del congreso pronuncia su discurso en latín, con la gola adecuada, y habla de las glorias del pasado como quien cava una trinchera defensiva ante el futuro.

La fiesta de la constitución nunca fue gran cosa en estas cuatro décadas, ni siquiera es el día de la fiesta nacional, que, por lo demás, tampoco es gran cosa, pero en esta ocasión tiene un aire funerario. Todas las fuerzas políticas emergentes en los últimos años –podemitas, indepes, feministas, abertzales, voxianos- han merecido la tilde de anticonstitucionalistas, no sin razón en ocasiones pero como si la constitución fuera una fortaleza cuyas llaves están en manos de una cofradía o junta de fundadores y a los recién llegados no se les pueda brindar la entrada porque vienen a llevarse la vajilla. Nadie recuerda los desmanes de los administradores de la finca desde la instauración constitucional misma: la corriente de la corrupción, ahora convertida en un tsunami que ha inficionado todas las instituciones representativas, o el pacto à deux que modificó con nocturnidad el artículo 135 de la constitución para despojar a la nación de soberanía financiera y reducir a sus ciudadanos a la condición de meros deudores de la usura de los mercados. En resumen, los polvos que han dado lugar a estos lodos.

Las onomásticas del calendario litúrgico pretenden embridar el tiempo y dar sentido a la historia, pero sobre todo su objeto es mantener a la casta sacerdotal correspondiente. Tras los rostros arcillosos de quienes escuchan la prédica de doña Pastor, se puede adivinar su preocupación por qué hay de su futuro y qué dirá de ellos la historia. En eso son idénticos a todas las momias que en el mundo han sido.