La guerra no tiene rostro de mujer,
Svetlana Alexiévich.

Svetlana Alexándrovna Alexiévich (Stanislav, hoy Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948) es escritora y periodista bielorrusa, galardonada con el Premio Nóbel de Literatura en 2015. Hija de maestros de escuela, él bielorruso y ella ucraniana, se graduó como periodista en Minsk e inició su carrera a mediados de los años sesenta en la localidad bielorrusa de Biaroza, como profesora y periodista local. La influencia del escritor Alés Adamóvich la decantó para dedicarse a la escritura profesional en la que de inmediato se dedicó a  explorar el impacto causado en las poblaciones de lo que fue espacio soviético por los acontecimientos colectivos más trágicos del siglo veinte. A este fin, orientó su trabajo hacia un género literario que reúne la estructura de la novela y las técnicas y materiales del periodismo, y que se ha llamado diversas maneras, como novela colectiva, coral o documental, en la que el relato se arma en forma de collage con los testimonios de personas afectadas por el acontecimiento que se investiga.

La guerra no tiene rostro de mujer, sobre las mujeres que combatieron en el Ejército Rojo durante la II Guerra Mundial,  es la primera gran obra de Alexiévich, y fue objeto de una versión teatral estrenada en Moscú en 1985, considerada uno de los hitos de la etapa llamada de glásnost (transparencia) durante la presidencia de Mijail Gorbachov. Después de esta obra, vinieron Los chicos del zinc (1989), que recoge los testimonios de las madres de soldados que participaron en la guerra de Afganistán; Voces de Chernobil (1997) sobre las personas que sufrieron y se sacrificaron en esta catástrofe nuclear, y El final de homo sovieticus (2014), sobre las actitudes y creencias de la generación adulta que vivió la descomposición de la Unión Soviética. El último libro de Alexiévich publicado en España es Últimos testigos (2016) que recoge los testimonios hombres y mujeres bielorrusos que de niños quedaron huérfanos por la guerra mundial.

Políticamente, la escritora estuvo enfrentada al dictatorial presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko,  lo que le llevó a trasladarse a París, Gotemburgo (Suecia) y Berlín. En 2011 regresó a Minsk,  la ciudad donde había estudiado la carrera de periodismo. Aleksievich es una pacifista y feminista convencida, que cree en un socialismo que emane de la maduración de la sociedad civil y no por imposición de un partido centralizado y autoritario. Es crítica con la realidad actual de Rusia y los demás países de la antigua URSS, de los que cree que no han aprendido nada. Estas son sus palabras sobre la última evolución de la sociedad rusa, en las que menciona el libro que comentamos en este ciclo: 

En Rusia se echa en falta una reflexión sobre el estalinismo, como sucedió en Alemania con el fascismo. Esto solo lo han hecho un pequeño grupo de intelectuales rusos. Mira lo que ha sucedido en Perm, una ciudad del norte del país. Existía allí un museo a las víctimas de las represiones estalinistas. Cuando Putin llegó al poder, echaron a la dirección del museo y pusieron a otras personas. Ahora es un museo en memoria de los trabajadores del gulag. Ya no es un museo de los que estuvieron encarcelados, sino de los carceleros. Otro ejemplo: han aprobado una ley que autoriza la persecución penal de personas que cuestionen la victoria de la Unión Soviética en la II Guerra Mundial. Estoy convencida de que las mujeres que hablaron conmigo para el libro La guerra tiene rostro de mujer se habrían negado a hacerlo ahora.

En esta última fase de su carrera profesional, Alexiévich dedica su interés a sendos libros sobre el amor y la vejez, de los que dice: Son historias de hombres y mujeres que intentan ser felices y explican por qué no logran serlo. Está siendo muy complicado, porque a la gente le cuesta hablar más de sus sentimientos que de los hechos. En Rusia, las personas no consideran que su vida tenga interés. Aún estamos aprendiendo a construir la privacidad. El amor y la muerte son dos grandes misterios de la vida. Por ejemplo, respecto al envejecimiento, resulta que gozamos de 20 a 30 años más de esperanza de vida que antes y todavía no existe una filosofía que dé soporte a este extra, a este nuevo tiempo. Faltan ideas que cubran este nuevo periodo.

Periodismo y literatura son dos nociones y dos oficios colindantes, que interactúan de diversas formas pero que no terminan de fundirse nunca. Hasta el siglo XX, la literatura de ficción era un mecanismo más poderoso que el incipiente periodismo para describir la realidad, a través de relatos e imágenes que, si bien no se ajustaban a los hechos estrictos y se ofrecían transformados por la imaginación del escritor o del artista, sin embargo eran capaces de moldear a la incipiente opinión pública por su mayor capacidad de difusión y por la autoridad de los autores. Todos los grandes escritores del siglo XIX –Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Flaubert, Pérez Galdós, etcétera- tienen la realidad como fuente de inspiración y sus lectores son capaces de asociar la peripecia de los personajes de ficción con su propia experiencia o de la gente de su entorno. Estos personajes de novela realista han perdido el aura mítica y son reflejos o destilaciones de seres corrientes, hombres y mujeres, en los que el lector puede reconocerse de alguna manera, así como la circunstancia en la que habitan. El escritor desecha la fantasía porque lo que hace valioso el relato no son tanto las aventuras que se cuentan sino la penetración para desvelar los mecanismos internos de la realidad observada y el garbo del estilo con que sea capaz de contarlos.

La correlación de fuerzas entre el periodismo y literatura de ficción empieza a cambiar a partir de la industrialización de la prensa y la correlativa alfabetización de las clases populares. Los escritores de ficción escriben sus obras en los llamados folletones de los periódicos antes de que un impresor los reúna para formar un libro,  y crece el número de escritores de ficción que se foguean antes en el ejercicio del periodismo. Algunos de los más grandes autores de ficciones del pasado siglo, como Ernest Hemingway o Gabriel García Márquez, fueron primero grandes periodistas y dejaron obras imperecederas del género. El desarrollo del periodismo y de sus técnicas, tanto comunicativas como industriales, achicó el espacio de la imaginación y fomentó el gusto por la realidad de los hechos: otras gentes, otros sucesos, otros paisajes, otras sociedades, eran reales y, aunque estuvieran lejanas, se presentaban al alcance de los lectores en el quiosco. Una buena crónica o un reportaje sustituían con ventaja a una novela. Al mismo tiempo, el estilo periodístico, basado en la economía de recursos retóricos (frases cortas y asertivas, atención al detalle de lo circunstancial y cuantitativo, inmediatez de los hechos), ganó en complejidad, hizo suyas algunas conquistas narrativas de la literatura de ficción y permitió presentar historias que, sin dejar de estar sujetas a los hechos comprobados, podían leerse como si fueran novelas. El periodismo renunció en parte a la objetividad, al comprender que era una virtud en último extremo imposible, y se valoró más el punto de vista, una subjetividad que sin embargo no debía sustituir a la exactitud de los datos comprobables. Esta mezcla de rigor en el relato de los hechos y subjetividad del autor alumbró en la década de los cincuenta del pasado siglo el llamado nuevo periodismo, surgido en Estados Unidos y que ha impregnado el quehacer literario y periodístico del mundo occidental hasta la aparición de internet y las redes sociales. El nuevo periodismo tenía la ambición de describir la sociedad norteamericana como la podían describir los escritores realistas (Flaubert, Pérez Galdós) pero no a través de un ejercicio de imaginación sino por el conocimiento exhaustivo de la realidad que se narraba.  Tom Wolfe (fallecido el pasado mes de mayo), Gay Talese y Truman Capote (A sangre fría, es que quizá la obra canónica del género) son egregios representantes de este género literario.

Svetlana Alexiévich introduce algunas novedades en este maridaje del periodismo y la literatura que la convierten en una autora única. En primer término, es heredera de la tradición novelística rusa y esta herencia se advierte en la voluntad de indagar y conocer lo que llamaríamos, a falta de término mejor, el alma rusa, lo que significa, de una parte, una visión panorámica de la sociedad, y de otra, una palpable compasión por los personajes que pueblan sus libros. Alexiévich escribe guiada por su voluntad de conocimiento y por la empatía hacia sus personajes, todas ellos víctimas de la historia, que la escritora ofrece al lector tal como se presentan y quieren ser reconocidos. De acuerdo con este punto de partida, el segundo rasgo que hace inconfundible a Alexiévich es el modo de captar y ordenar los materiales que componen sus libros. Hay una fase previa de búsqueda, localización y contacto con los testigos que sean pertinentes al proyecto; una segunda fase de conocimiento recíproco y registro de los testimonios, en la que debe imperar una mezcla de libertad de expresión, mutua confianza e interés por el contenido, y por último, la traslación del testimonio a la escritura con la menor manipulación posible para preservar intacta la verdad que contiene, no solo en relación con los hechos sino, sobre todo, en la emoción que destila el relato. La escritora desaparece en su obra, obvia su firma y no revela su estilo en aras al protagonismo de los testimonios recogidos. Pero la tarea no por eso es menos ardua. El equilibrio final de la obra, la verosimilitud de los relatos y la ponderación de su interés son responsabilidad de la autora, la cual ha de tener un cierto conocimiento previo del contexto del que se habla, respeto por sus interlocutores a los que debe acercarse sin prejuicios y oído fino para escuchar las historias que se le cuentan,  y por último, destreza en la fase de organización del ingente material recogido, más de quinientas entrevistas en el libro que nos ocupa.

La mujer armada  o empoderada, como se diría hoy, capaz de pasar a la acción e intervenir en el mundo de los hombres,  ha sido tradicionalmente un contratipo en la literatura desde sus orígenes bíblicos, una suerte de agente del mal en unos casos, o un personaje de imposible encaje en el canon moral dominante en otros. Judith, Dalila y Salomé aparecen relacionadas con el asesinato de hombres; Juana de Arco, jefa de hombres armados, se transmuta en la leyenda en un personaje etéreo, entre  guerrera mística y virgen sacrificada. Los ejemplos, históricos y de ficción, serían numerosos. La mujer armada es una anomalía que se procura enmascarar tras justificaciones y coartadas diversas. El ejército ha sido el último reducto masculino que se ha abierto a las mujeres muy recientemente y no sin cautelas y contradicciones, y en último extremo de manera minoritaria. Sin embargo, durante la II Guerra Mundial, la necesidad de mano de obra llevó a los países combatientes a incorporar a gran número de mujeres al esfuerzo bélico, en la mayor parte de los casos en las fábricas de armamento o en los servicios auxiliares del ejército (sanidad, transporte, comunicaciones, etcétera).

El número de mujeres en primera línea de combate fue generalmente bajo y accidental en los países beligerantes excepto en la Unión Soviética donde se calcula que entre ochocientas mil y un millón de mujeres (ochenta mil oficiales) formaron parte de unidades de combate, incluso de las más arriesgadas y cercanas a la muerte: aviadoras, francotiradoras, artilleras, partisanas y enfermeras de primera línea encargadas de la atención a los heridos bajo el fuego. Las pérdidas humanas en esta guerra, que fueron grandes para todos los beligerantes, alcanzaron en la URSS cifras pavorosas. De lejos, fue el país que más bajas registró, del orden de veintisiete millones, según fuentes oficiales, de los que cerca de nueve millones eran militares; en total, casi el 14% de la población soviética murió en aquel conflicto. China, el país que aparece en segundo lugar en esta luctuosa relación, tuvo quince millones de bajas. La razón de la mortandad rusa es doble: de una parte, la invasión alemana tomó por sorpresa a Stalin y a la dirección soviética, lo que permitió al ejército alemán avanzar en profundidad por territorio ruso hasta situarse a las puertas de  las tres capitales del país: Moscú, Leningrado y Stalingrado, ninguna de las cuales fue tomada. Ante el empuje alemán, el ejército soviético, mal equipado y desorganizado, no pudo oponer más que la movilización masiva de reclutas mal armados y entrenados, que sirvieron de carne de cañón para entorpecer el avance del enemigo. Estos reclutas estuvieron crecientemente motivados ante el fuego por la política de tierra quemada que practicaban los alemanes en las zonas conquistadas, con las consiguientes matanzas de la población civil, hasta que el ejército soviético pudo reponer el armamento y los equipos para hacer frente a los ejércitos alemanes aislados en la gran estepa. Este es el contexto de los recuerdos que desgranan las mujeres entrevistadas por Alexiévich.

La victoria en el conflicto bélico que en Rusia aún recibe el nombre de Gran Guerra Patria  fue utilizada por el directorio soviético que presidía Stalin para afianzar su poder sobre la población. A estos efectos, se creó un relato oficial de obligado seguimiento en libros, escuelas, academias militares y asociaciones civiles en el que el mérito de la victoria sobre Alemania se atribuía en exclusiva a Stalin y los combatientes reales aparecían envueltos en una suerte de heroísmo colectivo y ajeno al sufrimiento individual que la guerra había significado. Este relato falso a fuer de esquemático y sesgado estuvo vigente hasta la perestroika de Gorbachov en los años ochenta y ha vuelto a recuperar su carácter oficial bajo el mandato de Putin. Alexiévich tuvo el coraje y la sabiduría de levantar la alfombra del triunfalismo oficial para que viéramos lo que había debajo. El tesoro de vivencias y emociones que descubrió es la materia de esta última sesión de este ciclo de lectura.

La literatura rusa habla más del sufrimiento que del amor. Esta afirmación, que aparece en las primeras páginas del libro que comentamos, es pertinente a toda la obra de Alexiévich, cuyos lienzos literarios se tejen sobre el bastidor de grandes perturbaciones colectivas, las más de ellas bélicas, para situar a los individuos en su singularidad dentro de la imagen de conjunto que preside la historiografía oficial. Los testimonios recogidos en el libro dan noticia de la sacudida emocional que significó la invasión alemana, y algo más significativo: reparan el silencio al que fueron condenadas las mujeres sobre su propia experiencia bélica. Alexiévich nos recuerda que pertenece a una generación posterior a la que hizo la guerra contra los nazis pero que la sociedad soviética nunca dejó de estar en guerra, ya fuera por el recuerdo de las pasadas o por la expectación de las que amenzaban el futuro. En la escuela nos enseñaban a amar a la muerte. Escribíamos redacciones sobre cuánto nos gustaría entregar la vida por… Sin embargo, las voces de la calle contaban otra historia, y esa historia me resultaba muy tentadora, se lee en la introducción. Y continúa: ¿De qué hablará mi libro? Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la voz masculina. Siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres. Las mujeres mientras tanto guardan silencio. Es cierto, nadie le ha preguntado a mi abuela excepto yo. Ni a mi madre. Guardan silencio incluso las que estuvieron en la guerra. Y si de pronto se ponen a recordar, no relatan la guerra femenina sino la masculina. Se adaptan al canon. Tan solo en casa, después de verter algunas lágrimas en compañía de sus amigas de armas, las mujeres comienzan a hablar de la guerra, de una  guerra que yo desconozco.

De una guerra desconocida para todos nosotros. El propósito de Alexiévich es obtener un relato coral interpretado solo por mujeres, que viven su experiencia en un contexto de extrema violencia y crueldad promovido y dominado por hombres. ¿Cómo fue su experiencia?, ¿cómo la recuerdan?, ¿cómo la cuentan después de que hayan vuelto a la normalidad? Las guerreras son ahora contables, auxiliares de laboratorio, guías turísticas, maestras, y tienen marido, hijos, vecinos con los que comparten la verdad oficial pero no la suya propia. A menudo me topé con dos verdades conviviendo en la misma persona: la verdad personal, confinada a la clandestinidad, y la verdad colectiva empapada del espíritu del tiempo. La primera rara vez lograba resistir el ímpetu de la segunda, y si la entrevista se celebraba en presencia de otra persona, sobre todo si era hombre, ella se mostraba menos sincera y hacia menos confidencias, escribe Alexiévich.  Al recordar su experiencia las entrevistadas lo hacen con extrañeza, como si evocaran a otras mujeres y no a ellas mismas. Por supuesto, no solo han vivido experiencias excepcionales, a menudo heroicas, sino que en algunos casos son narradoras formidables, capaces de competir, dice la autora, con las mejores páginas de los clásicos literarios.

¡Todo esto es verdad! Los testimonios están organizados en diecisiete bloques o capítulos, cada uno de los cuales relata una o varias experiencias específicas. He aquí algunos fragmentos de relatos al azar, meramente indicativos y que no hacen justicia al relato completo que ofrecen sus protagonistas:

  • Volvía de permiso del frente y no sabía cómo explicar a mi hijita qué es la muerte, matar a otros, mi trabajo mientras estaba ausente.
  • El dolor del recuerdo es la única prueba de la veracidad de lo que se recuerda, porque son demasiados los casos en los que las palabras nos alejaron de la verdad.
  • Después de recoger los restos quemados de la gente de la aldea, recogí a la familia de mi amiga, la ceniza de los huesos es blanca, muy blanca. Después de aquello ya nada me daba miedo. Mi hija tenía tres meses y ya la llevaba a las misiones que me encomendaba el comandante: traer medicamentos, vendas, sueros, los escondía entre los pañales de mi hija.
  • Un amigo se enamoró de una de las chicas, era enfermera, pero después de la guerra no quiso saber nada de ella y se casó con otra. Después de tanta suciedad, tantos parásitos, tantas muertes, apetecía algo bonito, la dejó porque la había visto durante cuatro años con botas gastadas y chaqueta guateada de hombre.
  • No sé si se puede entender ahora. Nadie dispara sin que haya odio en su corazón. Es la guerra, no un día de caza. Recuerdo el artículo de Iliá Ehrenburg, ¡Mata!, que nos leían en las clases de política. Cuando encuentres un alemán, mátalo. Es un artículo famoso. Todo el mundo lo leía y lo aprendía de memoria. Lo guardé en el petate durante toda la guerra, junto a la partida de defunción de mi padre.
  • Para nosotras transcurrieron al menos treinta años hasta que empezaron a rendirnos honores e invitarnos a contar nuestra historia. Al principio nos escondíamos, ni siquiera enseñábamos nuestras condecoraciones. Los hombre se las ponían, las mujeres no. Nos arrebataron la Victoria, ¿sabes?
  • En los tanques medios había bastantes muchachas pero solo yo iba en un tanque pesado. A veces pienso que no estaría mal que un escritor narrara mi vida. Yo no sé hacerlo.
  • Los alemanes no cogían prisioneras a las mujeres militares. Las fusilaban o las paseaban delante de sus tropas mostrándolas, “no son mujeres, son monstruos”. Siempre nos guardábamos dos cartuchos para nosotras. Dos, por si el primero fallaba.
  • Estaba acompañando a un herido y de pronto vi dos alemanes saliendo de detrás de una tanqueta. Habíamos inmovilizado la tanqueta pero esos dos, por lo visto, habían logrado salvarse. Fue cosa de un segundo. Si yo no hubiera actuado justo a tiempo para matarles de una ráfaga, ellos nos habrían cosido a balazos a mí y al herido.
  • Me espantaba la idea de que me mataran y quedar ahí tirada con un aspecto horrible. Había visto a muchachas muertas, tiradas en el barro, en los charcos, bueno, yo no quería morir así.
  • Al terminar la guerra, decidí vender el capote militar y fui a un mercadillo. Había un montón de jóvenes sin brazos y sin piernas vendiendo cucharas de palo o sostenes y bragas. Uno no tenía ni brazos ni piernas, estaba en el suelo, bañado en lágrimas. Yo había sido enfermera de primera línea, luché por rescatar a los heridos abatidos en medio de las balas y durante los años que viví en Moscú y nunca volví al mercadillo. Me daba miedo de que alguno de esos mutilados me reconociera y me gritara: ¿por qué me sacaste del campo de batalla?, ¿por qué me salvaste?
  • A ver, ya entiendo lo que me pregunta, pero mi vocabulario no llega. ¿Cómo describirlo? Hace falta que el espasmo ahogue tal y como me ahoga a mí. De noche, e silencio. De pronto me acuerdo. Y me ahogo. En algún lugar están las palabras. Hace falta un poeta, como Dante.
  • Los enterraban rápidamente, traían los cadáveres de todas partes y cavaban un gran hoyo y echaban tierra encima. A veces era arena seca y si mirabas mucho esa arena parecía que estuviera moviéndose. La arena se agitaba. Para mí debajo se encontraban los vivos, hacia nada que estaban vivos.
  • Era el comandante del batallón. Yo no le quería. Era un buen hombre, pero no le quería. Me metí en su covacha unos meses después de esta allí. ¿Qué otra opción tenía? Allí no había más que hombres y era mejor vivir con uno que temerlos a todos. Durante el combate no había para tanto pero luego era terrible. Bajo el fuego te llamaban, hermanita, hermanita, pero acabado el combate te acorralaban. De noche no había manera de salir del refugio. ¿Te lo han contado las demás? No, les da vergüenza. Nadie quería morir y para los hombres era muy duro vivir cuatro años sin mujeres. En nuestro ejército no había burdeles, ni facilitaban fármacos. Yo era la única mujer en mi batallón. En el refugio tenía mi propio espacio pero figúrese qué espacio si la covacha medía seis metros cuadrados. De noche me despertaba agitando los brazos, dando bofetadas, me quitaba de encima los brazos. Cuando me hirieron estuve en el hospital y me despertaba igual agitando los brazos. La enfermera me preguntó qué me pasaba pero, ¿a quién se lo iba a contar?
  • Quiero decir que en la guerra viví una experiencia emocional muy bella. No existen palabras capaces de transmitir la admiración con que nos trataban los hombres. Dormíamos en la misma covacha, compartíamos los lechos y cuando tenía frío, cuando me sentía helada y creía que iba a desmayarme, decía, “Misha, por favor, desabróchate la pelliza, caliéntame” y él  lo hacía. “¿Estás mejor así?”. “Sí”.
  • ¡Cómo nos recibió la patria! No puedo contarlo sin llorar. Han pasado cuarenta años pero incluso ahora me arden las mejillas de rabia. Los hombres nos miraban sin decir palabras y las mujeres nos gritaban: “¡Sabemos lo que estuvisteis haciendo allí! Os insinuasteis a nuestros hombres con vuestros chochos jóvenes. Sois putas del frente. Perras militares”. Los insultos no faltaban, el ruso es rico en insultos.
  • Muchos hombres que habían sido prisioneros de los alemanes fueron tratados como traidores después de la Victoria y confinados en el Gulag. Aprendimos a callar. ¿Dónde está tu marido?, ¿quién es tu padre?, ¿hay algún prisionero de guerra en tu familia? Una vez que se me ocurrió decir la verdad me negaron el empleo de limpiadora en una escuela. No confiaban en mí para fregar los suelos. De pronto, yo era enemiga del pueblo.
  • Claro que recuerdo a una mujer alemana violada. Yacía desnuda, en la entrepierna la habían metido una granada. Ahora siento vergüenza, pero en aquel momento no la sentí. Los sentimientos cambian. Los primeros días sentíamos una cosa, luego otra. Una vez vinieron cinco chicas alemanas a nuestro batallón para ver al comandante. Lloraban. Un ginecólogo las revisó: tenían heridas ahí. Estaban completamente desgarradas. Tenían las bragas empapadas en sangre. Las habían estado violando toda la noche. Los soldados hacían cola. No grabe eso, apague la grabadora. Pero es verdad. ¡Todo esto es verdad!