Se acerca la cuaresma y es tiempo de carnaval. En el mundo rural, el festejo consiste en la persecución, captura y ejecución por linchamiento de un muñecote que representa a un predador, un enemigo de la economía de la aldea, generalmente un lobo (en euskera, febrero es el mes del lobo), alrededor de cuyos despojos las máscaras componen un baile triunfal. En el carnaval más famoso de esta remota provincia subpirenaica, el perseguido es un bandido, de nombre Miel Otxin, que terminará en la hoguera. Pero sin duda el malo del carnaval mundial de este año es Nicolás Maduro. Hacía tiempo que no se veía un espectáculo tan fascinante, una unanimidad más compacta entre los participantes, ni una puja igual de las máscaras para concurrir a la ejecución del réprobo. Una excitación creciente y universal precede a la apoteosis, que llegará no sabemos por ahora cómo ni cuándo. Entretanto, nos disfrazamos de razones y agotamos los epítetos para calificar al enemigo. Tirano es el más escuchado. Matarife, escribe hoy un columnista del periódico de referencia, impecablemente liberal. Si la noción de aldea global significa algo es esta celebración ecuménica en la que las naciones democráticas matan al lobo para que entremos limpios y alegres en la cuaresma de los recortes, el empleo precario y la deuda interminable.
No hay carnaval sin rasgos bufos. Don Maduro presidía un país con dos parlamentos, y ahora hay dos presidentes. El malo y el bueno. Quizá termine por haber dos ejércitos y dos pueblos enfrentados. La posibilidad de una guerra civil enoja a los contertulios casi unánimemente partidarios de pegar fuego al muñeco pero, ¿a quién le importa si la hay? Las máscaras no pondrán los muertos y, si se produce una carestía del petróleo como efecto del conflicto, las energéticas lo resolverán subiendo el precio de la gasolina. Aumentará la deuda pública, claro, pero siempre se puede paliar rebajando el salario mínimo y las pensiones, algo que ya pregonan los emisarios del capital. Si el venezolazo se resuelve sin efusión de sangre, asistiremos al episodio de un país independiente que rinde su soberanía a las maniobras meramente diplomáticas de un consorcio de otros países que actúan en nombre de sus propios intereses. Si, por el contrario, hay enfrentamiento militar, la responsabilidad histórica no será de quienes han provocado la situación, sino de quien pierda la guerra. Que se lo pregunten a los republicanos españoles. Vae victis.