El llamado procés fue un disparate desde su puesta en marcha, que dividió a la sociedad en dos partes abismalmente desiguales. Unos centenares de miles (dos millones, dicen) de catalanes ensimismados en un proyecto que objetivamente carecía de futuro y la abrumadora mayoría de la población del país, fuera de Cataluña pero también dentro, que asistíamos entre curiosos y atónitos a aquellas procesiones descomunales envueltas en banderas de las que no era posible discernir a dónde se dirigían, habida cuenta la distancia sideral entre el objetivo proclamado y la realidad tangible. Durante mucho tiempo, aquello tan maravillosamente diseñado parecía mero folclore. El mismo gobierno de don Rajoy parecía compartir el estupor y exhibía una suerte de quietud boquiabierta. Bajo esta apariencia estupefaciente, las dirigencias de ambos bandos tejían sus estrategias como en un juego de mesa mientras cristalizaba la irritación en las bases de población. La primera y última señal de que algo serio estaba ocurriendo tuvo lugar con las cargas policiales contra los votantes en el llamado 1-O. Fue el apogeo del procés, a partir del cual se desinfló entre lamentos y protestas hasta llegar a su anticlimático final. Un trémulo y confuso acto en el parlament subrayado por el melancólico cántico del himno nacional; de seguido, la requisitoria del gobierno inquiriendo formalmente si se había declarado la independencia, como si hasta entonces hubiera estado en babia; la suspensión consiguiente del autogobierno acompañada de la paliativa convocatoria de elecciones y eso fue todo. Cada mochuelo a su olivo.

El gobierno se desprendió del fatigoso expediente y lo trasladó a los tribunales, que vieron en aquel folclore crímenes sin precedentes no recordados ni por los más viejos del lugar. Los acusados se dividieron de inmediato entre quienes pusieron pies en polvorosa y quienes esperaron en casa con el hatillo preparado la llegada del furgón celular. Y así fue como los postmodernos independentistas catalanes y su revolución de las sonrisas nos devolvieron a todos a una estampa de Solana, donde un infeliz  es conducido con grilletes por la pareja de la guardia civil a través del yermo castellano; una imagen aún operativa en la Europa de los prejuicios nacionales donde frenaron el avance justiciero del juez Llarena, que ha hecho lo posible para que la estampa solanesca no se nos fuera de la cabeza.

Hoy comienza un proceso político, por más que en este tiempo de los lenguajes correctos se quiera huir del epíteto por lo que connota de arbitrario y antidemocrático. Pero es político porque la materia juzgada se coció en el ámbito de la política, por políticos profesionales y ha tenido exclusivamente consecuencias políticas. La política va a impregnar todo lo que se diga y oiga en el tribunal supremo. Lo que no quiere decir que el juicio sea arbitrario. Los que se sientan en el banquillo quisieron hacer realidad sus ensoñaciones a costa de saltarse a la brava la legalidad constitucional, burlar la realidad democrática, romper el consenso civil y, en último extremo, al que no llegaron, imponer un régimen que solo podía ser autoritario, en el mejor de los casos. La inhabilitación para cargos públicos y el pago en euros de los platos rotos, si los hubo, sería una condena suficiente porque una cosa también es cierta: la democracia española no va a sobrevivir tal como la conocemos con los independentistas condenados a las abrumadoras penas de cárcel que piden las acusaciones, en cuya bancada, por cierto, se sientan los abogados voxianos, el fruto más granado del desdichado procés.