El suplemento de negocios del diario de referencia publica un reportaje en primera plana de la edición digital que titula así: España camina hacia una sociedad de castas, y subtitula, La igualdad de oportunidades se queda en papel mojado. La crisis rompió el ascensor social y el origen familiar condiciona cada vez más el nivel de ingresos. No es una primicia periodística ni algo sobre lo que no estemos todos al cabo de la calle, la novedad reside en que aparezca estampado en este medio en el que ayer mismo, su ex director firmaba un artículo de opinión en el que reclamaba el retorno de la casta y sentenciaba que solo una agrupación post electoral de sedicentes fuerzas constitucionalistas pepé-pesoe a la que añadía el partido naranja de don Rivera, quizá por indicación de algún banquero, para sacar al país de este largo bloqueo y conducirlo hacia el futuro con garantías. Futuro ¿cuál?, con garantías ¿de qué?
En la primera ocasión en que asistí a un acto de podemos, hace tres años, me asaltó la corazonada de que el partido morado tenía detrás una energía y eran depositarios de una esperanza anidada en la sociedad muy superior a su capacidad como ideólogos, organizadores y estrategas. Esta intuición se ha confirmado con el tiempo. El partido creció hasta alcanzar la insólita representación de setenta y un diputados, a pesar del durísimo fuego graneado con fue recibido desde, entre otras atalayas del sistema, las páginas del diario de referencia. Ahora, después de un interminable periodo de autodestrucción, aún conserva la esperanza de mantener al menos la mitad de esta representación. Podemos ha sido el motor de algunos de los (pocos) cambios de cariz progresista registrados en la azarosa senda del país, y en debates clave, como el conflicto territorial, ha mantenido una consecuente actitud federalista en medio del rigor obtuso de los nacionalistas de ambos lados. Pero estos méritos quedan opacados por su crisis interna.
Podemos no ha llegado a su mayoría de edad, como lo prueba la incomprensible sucesión de deserciones, fugas y fragmentaciones que la formación ha sufrido en los últimos meses. Don Iglesias, definitivamente investido de líder carismático, ha vuelto de su dilatado retiro doméstico y se le esperaba con ganas, diríase que con un punto de desesperación, a juzgar por el recibimiento que ha tenido en su primer mitin. El discurso de bienvenida ha sido vibrante y previsible: una mezcla de arrojo y didáctica, de arenga y cálculo, de mesianismo y condescendencia. En el torrente verbal, una anécdota brilló por su autenticidad, la de una enfermera pediátrica, de las varias que ha debido conocer el líder podemita en este periodo dedicado al cuidado de su prole, que le preguntó cómo podía contribuir económicamente al partido. La anécdota, sentida por el orador, resume el desafío planteado. La gente –la némesis de la casta en la teología podemita– necesita saber qué ha de hacer para recuperar su lugar en la sociedad de la que está siendo masivamente expulsada. La respuesta aún está pendiente.