El barullo levantado por la iniciativa del presidente de México se remonta en la memoria de este escribidor a 1992. Aquel fue un año eufórico y festivo en España: olimpíadas en Barcelona y expo universal en Sevilla, etcétera. Todo lo contrario de este mohíno 2019. En el subtexto de aquel burbujeo se celebraba también el quinto centenario del descubrimiento, que luego sería conquista de América, y numerosas iniciativas de medio pelo conmemoraron la efeméride en todo el país. El gobierno de esta remota provincia subpirenaica acordó sumarse a las celebraciones con la edición de un libro de postín que rememorara la presencia de nuestros remotos paisanos en las Américas de cuando entonces. Un ramillete de celebridades locales de entre los siglos dieciséis y diecinueve, que nadie recordaba entonces y que fueron olvidadas de inmediato después, encontraron lugar en aquel libro de crónicas misceláneas y valor meramente ornamental. Este escribidor participó en la iniciativa con un capítulo dedicado a un tal Fermín de Aycinena, natural de Ziga (Baztan), cuya familia fue, entre los siglos dieciocho y diecinueve, dueña de grandes posesiones en Guatemala dedicadas al monocultivo del índigo, que era lo que justificaba la necesidad de la colonia para lo que podríamos llamar el nacional-capitalismo monárquico de la época.

En aquel anacrónico viaje a Guatemala en busca del colonizador vasco, el escribidor aprendió sobre el terreno un par de lecciones que le han ahormado la mirada sobre Latinoamérica. La primera, que nadie en el país recordaba a los españoles -a los que los indígenas nos llamaban con un arcaísmo conmovedor: castillas– excepto como una entidad legendaria porque la historia nacional empezaba con la independencia. Los Aycinena impulsaron la separación de la corona de España al unísono con las demás oligarquías criollas del continente porque convenía a sus intereses comerciales, si bien fueron después desplazados del puente de mando por otras oleadas de conquistadores económicos y militares, entre los que hubo ingleses, alemanes y norteamericanos.

La segunda lección fue comprobar la existencia en el país de una vasta población indígena (casi la mitad del total en Guatemala), fragmentada en diversas etnias y lenguas, encerrada en su gueto cultural y sometida económica y políticamente. Y hacia 1992, perseguida y masacrada por la sucesión de gobiernos militares que inauguró el infame Ríos Montt.

La pedrada lanzada por el presidente mexicano para despertar a los españoles de su siesta histórica es tan anacrónica como la memoria del colonizador vasco que perseguía este escribidor. España debe tener conciencia de su herencia en América sin triunfalismos ni autoengaños pero desde hace más de dos siglos no es responsable de lo que allí ocurra. Las américas de Colón son estados soberanos y Castilla no es su metrópoli imperial, ni siquiera su principal referente político. Tampoco los españoles somos biznietos de Hernán Cortés ni hemos heredado ni un cobre de lo que pudo robar allí,  si bien algunos compatriotas, aun académicos, no dudan en calzarse el yelmo y salir a la palestra para demostrar lo arrogantes y brutales que fueron aquellos enviados por la corona de Castilla y aún podemos llegar a ser nosotros. ¿De qué serviría que el rey ofreciera una excusa ritual más allá de la pamema? La izquierda, a la que pertenece López Obrador, debería esforzarse en salir del bucle identitario y gestual en el que parece absorta y hacer algo práctico por aquellos a los que representa.