(Una digresión biográfica sin mucho fundamento)
El escribidor ha recibido un volante certificado del ayuntamiento en el que se le invita/conmina a ser presidente de una mesa electoral el próximo día veintiocho del corriente. Será la última ocasión en que presta un servicio activo a la democracia porque está a un tiro de piedra de los setenta, la edad en la que los vejetes quedan legalmente inhabilitados para una tarea que requiere sobre cualquier otra competencia o destreza una robusta capacidad de retención de orina. Así pues, la fiesta de la democracia se avecina como la jornada más tediosa de la existencia del escribidor. Lo sabe porque no es la primera vez que está de plantón junto a una urna desde el alba al ocaso. La vez anterior, y única, se presentó voluntario a la misión. La papela municipal en las trémulas manos del vejete despierta al abuelo cebolleta. Fue el quince de junio de mil novecientos setenta y siete y el destino fue Robledillo de la Jara, sierra de Madrid.
Eran las primeras elecciones generales –constituyentes- de la democracia, que aún no era el régimen del 78 ni ningún otro, ni siquiera sabíamos que estábamos en la transición. Era un tiempo prístino, legendario, en el que las cosas aún no tenían nombre, como en el Macondo de García Márquez. El viejo y correoso partido comunista había sido legalizado apenas dos meses antes y este hecho había concitado un notable engrosamiento de afiliación que el partido quiso lucir en la jornada electoral. La relación del escribidor con la militancia partidista ha sido tangencial y breve en el tiempo, generalmente ceñida a momentos de euforia ambiental. Entonces, el vejete que esto escribe podía considerarse un compañero de viaje, término de moda en la época, aunque de ínfima categoría, eso sí. Durante algún tiempo no cedió a la demanda de los amigos comunistas que le solicitaban que fuera interventor electoral del partido pero le convenció la lectura de La jornada de un escrutador, un entretenido relato de Italo Calvino, recién publicado en España entonces, donde se cuenta la experiencia de un interventor comunista en unas elecciones italianas dominadas por el mangoneo de la democracia cristiana. Tras aquella lectura, el papel de interventor electoral parecía más que noble y políticamente útil, novelesco.
Aún faltarían dos horas o más para que saliera el sol cuando el joven fue recogido por un vehículo en cierta esquina del callejero de Madrid en la que había sido citado. Llevaba consigo el sobre con la documentación acreditativa que le había sido entregado en la oficina electoral del partido y era el último pasajero de un grupo de seis desconocidos que hicieron el viaje hacia los pueblos de la sierra madrileña en absoluto silencio. El joven estaba fascinado por la sincrónica eficiencia del operativo y la sobriedad de quienes participaban en él. Un aura de trascendencia histórica, que mantenía el ánimo encogido y expectante, parecía envolver las misión. Cuando llegó a su destino, el último de la ruta, fue desembarcado en la plaza del pueblo con un buena suerte. Aún no había amanecido del todo y allí estaba, solo en la plaza, aferrado a un sobre con papeles y preguntándose qué hacía en ese lugar cuando llegó otro vehículo del que se apeó otro tipo, cambiaron un buenos días y se quedaron mirando uno al otro sin decir palabra. Los siguientes en aparecer fue una pareja de la guardia civil. Buenos días de nuevo y el consabido cruce de miradas inquisitivas en silencio. El sol se abría paso en el cielo y un alguacil abrió el recinto electoral y aparecieron los vecinos que habrían de formar la mesa. Buenos días, buenos días, ustedes ¿son? Uno, fulano de tal, interventor del partido comunista; el otro, mengano de cual, interventor del partido comunista. En aquel momento la cara del cabo de la guardia civil se tensó y se pudo leer lo que pensaba como si lo hubiera expresado en voz alta: si los comunistas han mandado a dos interventores a esta aldea de menos de cien habitantes es que han tomado Madrid. Pero no dijo nada; se limitó a no quitar el ojo sobre los forasteros durante toda la jornada.
La votación careció de épica por completo. Los dos interventores enviados desde la capital estaban tan desubicados y perplejos que no consiguieron cambiar unas palabras en todo el día. Los lugareños tampoco parecieron muy entusiastas del nuevo sistema y se acercaron a la urna espaciosamente cuando les plugo; después de recoger los tomates de la huerta, tras oír misa o a una hora en la que no se encontraran con el vecino que les tenía amargados por una disputa de lindes. Habían estado cuarenta años sin urnas, así que bien podrían esperarles unas horas más. Aquel enervante vacío temporal entre votación y votación era una poderosa metáfora de lo rocoso que es el tiempo histórico, invulnerable a los jueguecitos que inventan los humanos para acelerarlo. Cuando se cerraron las urnas, el sol empezaba a ponerse tras las cumbres de la sierra y el sistema nervioso de este interventor estaba al límite. Hubo titubeos entre los miembros de la mesa sobre el modo de contar los votos y cumplimentar las actas. La impaciencia del interventor le llevó a hacer suya la tarea, con el agradecido consentimiento de los demás. Enfrente, el cabo de la guardia civil elevó el grado de alerta y clavó la mirada en los conteos y anotaciones en las actas como quien escruta los cubileteos de un trilero. No hubo trampa ni cartón. La virginidad política del pueblo estaba intacta; la democracia la había fecundado como un rayo de luz atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo. Una abrumadora mayoría había votado por el partido del régimen (la ucedé de Adolfo Suárez), había unos pocos votos falangistas, quizá alguno socialista, que aún debería esperar cinco años para su gran triunfo, y dos votos comunistas venidos de Marte, los de los dos interventores. Terminada la tarea, estos se despidieron en la plaza y no volverían a verse. El transporte del otro llegó en el tiempo previsto pero el de este interventor se retrasaba. La monótona noche envolvió el pueblo de nuevo, indiferente a la fiesta de la democracia. Los miembros de la mesa electoral habían vuelto a sus domicilios, el alguacil había cerrado el colegio y la pareja de la guardia civil se había retirado con la satisfacción del deber cumplido. En las sombras de la aldea solo quedaba este interventor y su impaciencia, cercana a la histeria, que le hacía verse como el primer desaparecido de la democracia. El vehículo llegó al fin. Ha habido un problema en el cierre de urnas en Talamanca del Jarama, informó lacónicamente el camarada equis, al que este interventor entregó la documentación electoral. Luego, silencio durante el viaje de vuelta a Madrid. El vehículo se detuvo y apeó al ya ex-interventor en la misma esquina en que lo había recogido antes del alba. Plantado en la acera desierta, pensó en cómo llegar hasta su casa. No ha vuelto jamás a Robledillo de la Jara ni volvió a ver nunca a los efímeros camaradas de aquel día. Había empezado el régimen del 78.