Diario de un náufrago electoral IV

En los años veinte/treinta del pasado siglo Europa se vio asaltada por la tentación de la barbarie. Algunos países –Alemania, Italia, más tarde España- se dejaron atrapar y se lanzaron al vacío para descalabrarse; otros quedaron al borde del precipicio, acariciados por el vértigo. El resultado final fue para todos igual: guerra, devastación, la ocupación del continente por sendos imperios extraeuropeos y la pérdida absoluta de la hegemonía política y cultural que había ostentado Europa en el resto del mundo, aunque los británicos aún no parecen haberse dado por aludidos. Entonces, hace casi un siglo, también se registró una crisis financiera global, un desarrollo tecnológico sin parangón en el pasado, la impotencia de la democracia liberal para justificar y ordenar el caos económico y la destrucción social reinantes,  y un malestar popular amasado en el desempleo y la pobreza y salpimentado de ambiciones identitarias y retrógradas, que marcaron aquella época de los años precedentes a la catástrofe.

El votante con el agua al cuello se pregunta si alguien más advierte la semejanza de estas condiciones de hace un siglo con la situación actual. Todos los agentes que provocaron aquella debacle están ahora presentes en el escenario excepto, quizás y por ahora, el factor militar, del que ya se empieza a ver la sombra. Así que las elecciones en las que estamos inmersos parecen una maqueta de aquella situación. Las elecciones como juego de salón o baile de máscaras destinadas al entretenimiento y a la provocación de emociones espurias. Como entonces, quienes vienen a  destruir la democracia exhiben un aire exagerado, caricaturesco; irrumpen en la escena a caballo, como reyes magos o jinetes del apocalipsis, según quien lo diga. Para saberlo con certeza, léase su programa electoral en materia fiscal, territorial y social, y tiemblen después de habar reído.

Pero montados sobre sus jacas pintureras parecen un chiste, personajes de La escopeta nacional, que, si bien han conseguido doblegar a las otras derechas de don Casado y don Rivera, se pueden manejar si eres tan listo como don Sánchez, líder de un partido con ciento y pico años de existencia, nada menos. Don Sánchez concederá su presencia en un solo debate, en el que estarán los bárbaros porque espera que sus bravatas emborronen el paisaje y espanten al paisanaje y lo dejen a él como la única opción sensata y razonable. No habrá debate, solo una representación con papeles previamente asignados. El truco de don Sánchez no es original. La patente es de otro prestidigitador político muy experimentado, François Miterrand, que modificó la ley electoral para que la formación de Le Pen rompiera el bloque de derechas  y favoreciera de ese modo su victoria. Lo consiguió, pero pasó el tiempo, Miterrand está en el olvido y los lepenistas a un milímetro de la mayoría en Francia, achicando en cada elección el espacio de las fuerzas que aquí llamamos constitucionalistas y condicionando con su discurso las políticas de los gobiernos igual que sus amigos en España condicionan ahora la agenda electoral. Los bárbaros saben que el futuro es suyo y ya lo han anunciado: el genio no volverá a la lámpara.