Diario de un náufrago electoral V

Los hipotéticos votantes se asoman a los debates de televisión armados con el mando a distancia, asisten al espectáculo durante unos minutos o segundos y pulsan nerviosamente la tecla que les transportará a otro canal. El tiempo de permanencia ante esa pantalla es mínimo: una réplica o gesto ha reclamado la atención del votante/expectante y de inmediato otra réplica o gesto despierta su repulsa y adiós. Nada de discursos, relatos y otras formas elaboradas de argumentación, solo impactos emocionales. La tele es un acelerador de partículas significantes y el  receptor se ve sometido al correspondiente chorro de morfemas, fonemas y estilemas, unidades mínimas de la comunicación destinadas a modificar su estructura cognitiva. El efecto de la colisión es altamente improbable pero, cuando se produce en estados de gran incertidumbre de la materia, puede ser equivalente al de una bomba atómica. Es cosa sabida desde que Kennedy ganó a Nixon las elecciones presidenciales de mil novecientos sesenta porque el perdedor compareció ante la cámara mal afeitado y con expresión mohína y hosca en el primer debate televisivo de la historia. La leyenda olvida que en la apretada victoria de Kennedy (poco más de cien mil votos de diferencia con sesenta y nueve millones de votantes) también tuvo participación la mafia y su convincente capacidad para orientar el voto en sus áreas de influencia. La historia y la leyenda discurren por caminos distintos pero simbióticos y contiguos.

En todo caso, los debates televisados son artefactos de alta tecnología que requieren gran atención de los hechiceros y comunicólogos que zumban alrededor de los candidatos antes de la batalla. En términos de entretenimiento son lo más parecido al tópico de la fiesta de la democracia, si aceptamos que las elecciones son su resaca. El contenido comunicacional es, ya se ha dicho, inasible, pero podemos distraernos hablando del artilugio. La junta electoral ha vetado la presencia de uno de los participantes en el gran debate televisivo de estos comicios; el argumento es plausible porque el vetado no tiene representación parlamentaria y la aparición televisiva le concedería una publicidad añadida de la que no gozan otros candidatos, tanto si ya están en el parlamento como si no. Esta irrupción de la junta electoral en la fiesta, aunque sea con una argumentación discutible en un ámbito poco y mal legislado, da ocasión para observar el comportamiento de los hadrones o partículas de carga de distinto color que interactúan fuertemente entre ellas y que esperan obtener ventaja, no del debate mismo ni de su desarrollo, sino de su formato.

Don Sánchez se comporta como un ventajista inseguro de sus aptitudes intelectuales y escénicas. Como Kennedy, es guapo y atractivo y su campaña electoral está basada en una estética promisoria: haz que pase, la España que quieres. Y es un hecho que todos queremos ser guapos y buenos. Pero para que la propia belleza sea evidente se requiere que los demás sean notoriamente feos y malos. En el debate de autos, la presencia del quinto elemento, prohibida ahora por la junta electoral, escoraba la fealdad hacia el otro extremo de la regleta; una fealdad no solo formal, también moral, como la de Nixon. Desbaratado este escenario, don Sánchez se ha apresurado a trasladarse con sus bártulos a la televisión pública –en último extremo, la televisión del gobierno- cuyo debate a cuatro había rechazado porque no le ofrecía las ventajas objetivas que creía ver en el debate a cinco en el canal privado y he aquí al mayestático don Sánchez convertido en un contrincante ratonero que rehúye el campo abierto y aprovecha el refugio de las trincheras que le ofrece el terreno. A cinco, a cuatro, dos cara a cara, todos a rebullón, son números que identifican las estrategias de los hadrones para optimizar su (poca) carga energética.