Diario de un náufrago electoral VI
La semana santa se ha salido con la suya. Los candidatos no necesitan intervención sobrenatural para tropezar en su propia (mala) sombra y, mientras están entretenidos en el slapstick del debate del debate, los náufragos podemos echar un vistazo al paisaje que nos rodea donde se nos impone la catedral de París reventada por el fuego. Es la mala noticia; la buena es el reestreno de La vida de Brian, una película imperecedera que a cada revisión nos recuerda lo grato que es encontrar the bright side of life. Cuando se estrenó fue unánimemente condenada por católicos, luteranos y judíos, que pueden pasarse décadas degollándose unos a otros, pero que en un plisplás acuerdan una tregua para linchar a una compañía de cómicos. Ahora mismo, es seguro que los dos papas de Roma, que están a la greña sobre quién o qué es responsable de la pederastia clerical, estarían de acuerdo en mandar a la hoguera a los Monty Python. Este es el sentido del humor que celebramos en semana santa. El gusto por la aflicción es uno de los rasgos más intrigantes de la condición humana y entre nosotros goza de un festejo prolongado y grandioso en estos días. Millones de personas se implican en el tinglado de las cofradías y procesiones donde el oro y la sangre forman una amalgama exhibicionista e hipnótica. Celebramos el triunfo de la muerte y no es extraño que escolten la celebración militares armados que alardean de tenerla por novia, aunque más bien son sus rufianes y la muerte su puta, que comparten con mucho gusto con quien se les pone a tiro.
Las elites económicas y los gobernantes están encantados con esta farfolla, que fomentan y subvencionan desde que tenemos memoria histórica. Es la pulsión que ha apresurado a los grandes industriales franceses del lujo y de la moda a desembolsar cuantiosas donaciones para la restauración de Notre Dame, que no habrían apoquinado si el accidente hubiera sido la ruptura de una presa y una inundación con decenas de muertos. Eso sí, el vaticano no ha soltado ni un euro. Las reglas del juego están fijadas desde Constantino y el concilio de Nicea. La carga financiera es por cuenta de los laicos o del estado en su defecto; los curas ponen los oropeles y el ceremonial. Ayer, en esta capital de provincias podían verse familias de clase media que visitaban las iglesias del casco antiguo para admirar los altares ornamentales, cuajados de luz y flores, llamados monumentos en la jerga nacional-católica de cuando estas visitas eran obligatorias y la pasión de cristo era la de todos, de grado o por la fuerza. Las relaciones entre el laicismo proteico y la religión organizada ni se crean ni se destruyen, solo se transforman, y los monumentos de jueves santo no pueden competir en interés con la pantalla de un móvil. El observador diría que este peregrinaje al misterio estaba presidido por el despiste y la rutina –miradas fugaces, comentarios banales, prisa por salir del templo-, como de quien va en busca del tiempo perdido, y es que todos, también los católicos, hemos dejado de ser peregrinos para convertirnos en turistas.