Diario de un náufrago electoral VII
En la calma chicha de esta sabatina en la que hasta dios está provisionalmente muerto y el campanero loco de la parroquia de San Miguel parece dormitar de su ebriedad sonora, las aceras y parques se pueblan de vecinos y vecinas atados y atadas a un perro o perra que marca la deriva del paseo. Este, jovial y despierto; aquel, mohíno y tardo; el de más allá, inquieto y buscón. Dicen que el perro termina pareciéndose a su dueño, pero bien podría ocurrir al revés. Los bípedos implumes esperan de sus acompañantes que les transmitan cualidades que a ellos les faltan. Desde que nuestra sociedad ha abandonado el campo para convertirse en urbanita, los animales han pasado a la categoría de mascotas. No hace tanto tiempo que estos seres se empleaban en funciones útiles para el ser humano: la caza, el pastoreo, la guarda de la finca, el exterminio de roedores si eran gatos, o el entretenimiento de los ociosos, si era un toro, un caballo o un loro. Todavía hay quien cree que sirven para estos fines pero son gentes de mentalidad arcaica y peligrosa, incluso para la democracia. El tránsito de animal de compañía a mascota otorga a esta una cualidad novedosa y superior, cercana al derecho civil, ya que es el complemento emocional de su dueño -su hermano o primo en la gran carrera de la evolución de las especies, o su alter ego en sociedad- y este debe pagar esta condición adquirida con una atención extrema de sus necesidades, incluida la recogida de sus deposiciones intestinales en la calle. En ese sentido, no hay duda de que las mascotas son un factor civilizatorio.
Las mascotas y los ciclistas son el nuevo sujeto histórico, ahora que ha desaparecido el proletariado, y ya tienen partido que defiende sus intereses y que, con suerte, puede hacerse con un puñado de escaños y en esta situación políticamente incierta determinar el sesgo del gobierno. Las mascotas son la señal que distingue la vieja de la nueva política. Don Rajoy y la gente de su generación, que es la de este náufrago, nunca pudieron imaginar que la democracia sería incompatible con ahorcar a un galgo en una encina; ni pensaron que para ganar votos fuera necesario irrumpir en la campaña electoral a caballo. Los vivaces partidos emergentes han advertido de inmediato el desafío y se han dispuesto para contrarrestarlo. Don Rivera y don Iglesias han pasado una jornada canina, que ahora significa exactamente lo contrario que el tradicional día de perros, mientras don Sánchez salía del embrollo del debate televisivo en el que él mismo se había metido. ¿Cuántos votos se pueden cosechar acariciando el cogote a un golden retriever? La pregunta es pertinente y por ahora no tiene respuesta, pero podemos dar por seguro que el día de perros ha entrado en la agenda electoral para quedarse. Niños, ancianos, labriegos, menestrales y ahora también mascotas hacen las elecciones más inteligibles, más anecdóticas, más ¿estimulantes?