Diario de un náufrago electoral, y X
Nada hay más fugaz en la memoria que un debate electoral. En ausencia de mensajes que impacten en la razón o de controversias que despierten la curiosidad o la emoción, lo que queda es la imagen estereotipada de cuatro individuos monótonamente iguales a sí mismos. Levantado el telón y encendidas las candilejas, el espectáculo ofrece la visión de cuatro senderistas en el casquete polar que avanzan por itinerarios paralelos en tiempos del calentamiento global. Cautelosos y absortos, tientan con el bastón el grosor del hielo, atenazados por la idea de que cualquier paso en falso puede significar la caída en una sima de la que nadie les rescatará y atentos a la inestabilidad de los mastodónticos bloques que les son impuestos en la yincana: fiscalidad y economía; política territorial, es decir, Cataluña, y pactos postelectorales.
El primero se sortea con retahílas de números y porcentajes que nadie verifica, nadie contradice y todos olvidan apenas enunciados. El segundo bloque tiene un tratamiento ad hominen y se reduce a porfiar si los catalanes en el banquillo pasarán o no lo que les queda de vida en la cárcel. Y, por último, los pactos, que serán los que sean a conveniencia de los interesados, pero que para la parroquia definen por ahora una convencional divisoria derecha/izquierda. Ni una palabra sobre la crisis de la unión europea, ni de la cuestión migratoria, ni del desafío ecológico, ni de la revolución tecnológica y las mutaciones que acarrea. Ni una palabra tampoco sobre el auge del fascismo, ausente en el debate por decisión de la junta electoral, pero determinante en estas elecciones. En resumen, ni una palabra sobre la realidad, como un partido de críquet en el campus esmeralda de una universidad inglesa.
Si alguien se acercó a la tele ayer con la esperanza de encontrar un motivo para dar sentido a su voto, hizo el viaje en balde. Los hechos desmienten la leyenda del carácter decisorio de estos espectáculos. Los candidatos flotaban en el vacío de un decorado de color azul noche con puntitos luminosos que remedaba una imagen del firmamento y en el que formaban su propia gestalt:
El ungido. La peripecia política de don Sánchez, que le ha llevado desde el ostracismo y el destierro al que le condenaron los suyos a la presidencia del gobierno, le ha convencido de que él no es un candidato elegible sino un líder ungido. Su cuerpo estaba ahí en el set de la tele, forzado por el ritual, a merced de las asechanzas de sus enemigos conjurados para apearle de la hornacina, pero su espíritu estaba en La Moncloa, velando por el futuro de todos nosotros. Parco en palabras, modesto el ademán, firme en su misión redentora y convencido por las encuestas preelectorales, otorgaba a los otros una sonrisa sufridora y condescendiente mientras deslizaba un mensaje tenaz como una bienaventuranza. Tras el encuentro ascendió a los cielos y dejó el trámite de la despedida a don Ábalos, su discípulo bien amado.
El maestro cantor. Don Rivera es el más dotado para estos festejos retóricos. Desenvuelto, simpático, osado y encantado de haberse conocido, acudió a la tenida provisto de un arsenal de baratijas –tarjetones, tarjetas, fotografías- que presuntamente dan color a los argumentos, y ofreció un parlamento final muy teatral que quiso ser melodramático y resultó ridículo. El líder dizque liberal es el guía que los turistas quieren encontrar cuando visitan una ciudad porque todo resulta inteligible y fácil mientras parlotea, pero que nadie imagina como alcalde del lugar que te está mostrando. De alguna manera, arrastra el estigma con el que ha nacido la nueva política en España, la de ser el segundón de la vieja.
El postulante. Don Casado quiere ser presidente del gobierno, y quizá lo consiga algún día. Practica, como don Rivera, la demagogia con la misma determinación y desenvoltura, pero, al contrario que el líder naranja, se sabe vástago de una tradición con antepasados de mucho renombre, algunos de horca y cuchillo, a los que debe su carrera y su destino. Al contrario que don Rivera, él tiene una familia de la que es heredero y su conducta está guiada por la certeza de que sus ancestros no le quitan ojo de encima. Empezó su carrera como un destalentado botarate, que caía simpático a sus mayores e irritante a sus adversarios, y poco a poco va atemperando su estilo para cumplir el destino para el que está llamado. En el debate abandonó la sonrisa alocada que exhibe en los mítines y mostró un ademán templado, de quien ha aprendido que la postulación a la jefatura es un trámite largo en el que la grisura también puede ser un mérito, como le enseñó su predecesor.
El penitente. Don Iglesias compareció con ceniza en la frente y aferrado como un converso a la edición de bolsillo de la constitución. El estigma de la culpa y el librito sagrado fueron sus señas de identidad en el debate, que rubricó con una petición de voto literalmente formulada como una demanda de absolución de sus errores. De todos los candidatos, es el que más dificultades encuentra para ahormar las creencias con los hechos, y esto le provoca sentimientos de culpa. El cuerpo filiforme, encorvado y coronado por una melena hipnótica, ceño fruncido, desaliño indumentario, un bolígrafo perenne en la mano izquierda, modos de colega de barrio y querencias de pequeño burgués, líder abnegado y demagogo astuto, fiereza y ternura bajo la misma piel, son rasgos que componen un icono de difícil lectura en el que una parte de la sociedad, importante y menguante a la vez, ha de depositar su confianza a falta de opción mejor para alimentar la utopía. Tiene en común con los demás candidatos la voluntad de seguir en la carrera hasta que el cuerpo aguante.
Epílogo. Aquí termina el diario del náufrago electoral, no porque haya encontrado tierra firme donde plantar su huerto sino porque está harto de nadar en estas aguas, que se presentan como un manantial vivificante y son una charca enlodada. Debe haber vida en alguna otra parte.