En ningún lugar como en esta remota provincia subpirenaica se funden tan armónicamente geología e historia. Paisaje y paisanaje. Aquí, las manifestaciones folclóricas que se publicitan en las guías turísticas como costumbres milenarias tienen antigüedad de unos pocos años, décadas en el mejor de los casos. La tradición es un imperativo categórico y la ley vieja absorbe con naturalidad los cambios que imprime el tiempo, ya sean sociales o políticos. En cualquier constitución escrita, el viejo reyno, como le llamamos con arcaica y untuosa impostura, es una excepción, una nota a pie de página, una disposición transitoria destinada a la eternidad. Esta quietud complace a los viejos, que estamos curados del mal de la esperanza y nos desconciertan los cambios.

Viene a cuento este preámbulo porque una vez más gobernará la derecha en la provincia, y no sin razón porque es la marca elegida por la mayoría. La derecha, aquí, no es solo la opción conservadora sino el guardián de las esencias. Desde principios del siglo XIX, es decir, desde el inicio mismo de lo que en la clase de historia de bachillerato llamábamos la edad contemporánea, la provincia ha sido un baluarte (que ha dado nombre de nuestro principal auditorio y centro de congresos y diversiones) contra el cambio, contra cualquier cambio. Hasta mil novecientos setenta y ocho lo atestigua la historia y desde esa fecha, la topografía electoral, que puede resumirse en tres rasgos constantes:

La mayoría, sin llegar a ser absoluta, corresponde siempre a la sigla de la derecha, tan consciente de su peso y necesidad que, en esta ocasión, cuando en todo el país se ha presentado dividida, aquí lo ha hecho unida. Está tan segura de sí misma que ha incorporado a su candidatura la sigla naranja, que postula en su programa la abolición del régimen foral, el único nutriente que cohesiona a toda la provincia. La derecha local permea una sociedad en la que los pequeños propietarios son mayoría y acoge en su seno desde el tradicionalismo más rancio hasta las nuevas clases medias aupadas por la industrialización de la segunda mitad del pasado siglo. Esta derecha ha convencido al resto del país de que es la muralla frente a la expansión del nacionalismo vasco y, de paso, de la izquierda revolucionaria, es el centinela de esta parte de occidente que es el golfo de Vizcaya, el canario en la procelosa mina de la historia, lo que da a su victoria electoral un plus de valor que trasciende el ámbito de un territorio insignificante en términos de extensión y demografía. Del mismo modo que en el pasado hubo estados-tapón entre imperios enfrentados, esta es una provincia-tapón, cuyo valor geoestratégico trasciende lo que quieran o dejen de querer sus pobladores.

El segundo y tercer puestos en los resultados electorales los ocupan, según las circunstancias, dos sedicentes izquierdas, el pesoe y la llamada izquierda abertzale. Ser socialista en esta provincia es una condición aflictiva, agónica, que no depara más que disgustos y frustraciones porque les está vedada la primogenitura y malamente van a pillar cacho. El partido fue refundado en la transición por dos curas que celebraban misa por la mañana y mítines por la tarde: uno de ellos, primer presidente democrático, terminó en la cárcel por corrupción, y el otro, después de una temporada en cargos institucionales, se convenció de que debía seguir su querencia y puso sus acreditadas dotes como formador de opinión pública al servicio de la derecha. Desde entonces, el pesoe provincial no ha levantado cabeza bajo la vigilancia insomne de la dirección federal del partido, que lo tiene tutelado como a un hijo tonto para que no fastidie con sus veleidades los altos intereses estratégicos de González, Zapatero, Sánchez o del que toque.

Bildu es la marca actual de la sedicente izquierda abertzale. Esta palabra vascuence, que tiene la modesta traducción de reagrupamiento en castellano, excita los humores de las élites españolas y opera con la eficacia del lobo en los cuentos infantiles, si bien los que hemos de convivir con ella sabemos que no es más que la enésima reencarnación del carlismo local. Sí, así es, estuvieron asociados al terrorismo etarra como sus ancestros lo estuvieron a los alzamientos carlistas, fusil en mano, desde Zumalacárregui al general Mola. El carlismo es un producto de la tierra con denominacón de origen y un factor imprescindible para la victoria de la derecha, ya sea por activa o por pasiva, pero en términos reales no representa más que la aldea gala de Astérix. Piénsese en la renta que le ha sacado la derecha española a los sucesos de Alsasua, apenas una viñeta de Obélix dando mamporros a un par de legionarios de César. Cualquier mayoría alternativa a la derecha exige un acuerdo imposible de pesoe y bildu para lo que se escenificará, no obstante, un intento destinado al fracaso y que solo servirá para abrasar a la secretaria general socialista y para echar las culpas al otro, como ya ocurriera en el llamado agostazo de dos mil siete. En la remota provincia todo ha ocurrido antes.

El mapa electoral se completa con un condimento cinco especias de todas las izquierdas alterativas, radicales o como quiera llamarse, con una irreprimible tendencia a comparecer fragmentadas ante las urnas. Los podemitas, que parecía que fueran a aglutinar esta fuerza, se han deshecho por sus propios méritos como una galleta en el café con leche. La derecha contempla a esta gente con desagrado de clase pero con despreocupación porque su adversario está en otra parte. El llamado gobierno del cambio que ha dirigido la provincia durante la pasada legislatura es una anomalía surgida de las turbulencias de hace cuatro años, cuando la derecha patinó en el barrizal que ella misma había creado, y ha consistido en una agregación de partidos izquierdistas presidido por una franquicia del peeneuve a la que el carisma de su presidenta y sin duda su razonable ejecutoria de gobierno en los últimos cuatro años le ha otorgado una confianza premiada por los electores con la tercera posición en el podio, aunque su base social sea, por ahora, muy estrecha. Para la derecha era un gobierno okupa de su predio histórico; para los socialistas, una mayoría parlamentaria foránea que hacía inútil su tradicional papel de consorte del gobierno de la derecha. Ahora todo vuelve a su cauce. Es la hora de la siesta y ya veremos si se ve alterada por alguna improbable novedad.