El semiopaco y azaroso trámite postelectoral de acordar mayorías de gobierno en las instituciones obliga a los comentaristas a perderse en un cubileteo de dados múltiples cuyas caras son los votos recibidos y los escaños obtenidos por los partidos en liza en las innumerables sedes de poder que están en juego. En esta laberíntica travesía siempre hay algún tertuliano que refuerza su argumento con el tópico de la voluntad popular, el mandato de las urnas y otros sinónimos igual de vagos. Pero, ¿cuál es la voluntad popular? La restauración.

El llamado régimen del setenta y ocho ha sufrido en los años pasados un zarandeo monumental, debido a varios factores: el más determinante, la crisis económica y la consiguiente fractura social, pero también el cambio generacional, la mutación tecnológica, la crisis de la monarquía, el declive de la socialdemocracia y la versión cañí del liberalismo hispano consistente en una corrupción desbocada. Nuevas fuerzas irrumpieron con la aspiración de ocupar el escenario y arrumbar a las viejas con gritos de guerra como la conquista de los cielos de los podemitas o ni rojos ni azules de los naranjos y, por último españa nos roba de los indepes catalanes, a los que se ha sumado al postre por dios y por españa de los voxianos.

Todos permanecen en el escenario ahora mismo, perplejos y boqueando como después de una maratón, mirándose entre sí, mirando al tablero de las clasificaciones y mirando a las fuerzas viejas a las que no han conseguido desbancar del podio. Al contrario, bajo la sopa de siglas, tan confusa y variopinta como la que esmaltó el mapa político de aquella  transición de hace cuarenta años, se advierte una querencia por el bipartidismo y lo que podríamos llamar un conservadurismo reformista lo justo o un poco menos, si es posible (el argumento dominante es del tipo: la subida del salario mínimo destruirá empleo). Entonces, la sociedad española encargó la tarea de materializar este anhelo al pesoe de don González, y ahora ha hecho el mismo encargo al pesoe de don Sánchez, un felipista convencido y un líder sin más atributos que la tenacidad y la suerte en un país que juega mucho a la lotería.

Desde el principio del siglo diecinueve, la historia de las naciones de la Europa continental está jalonada por revoluciones más o menos significativas y exitosas, excepto en España donde la pauta la marcan las restauraciones porque aquí  las revoluciones no pasan de algaradas más o menos entusiastas, breves y sangrientas pero siempre preámbulos de un largo periodo reaccionario. Así pues, nada de rupturas, y menos después de la guerra civil cuyos efectos, ni hemos olvidado ni hemos digerido, como lo prueba la vitalidad de la momia de Cuelgamuros, de la que, por cierto, don Sánchez se vería encantado de librarse con una sentencia ad hoc del tribunal supremo. Es otro rasgo idiosincrático de nuestro conservadurismo: cuando un problema político se complica, que lo resuelvan los tribunales, ¿y hay algo más conservador que la justicia?  Ahora mismo, los fiscales de la sala que juzga a los dirigentes independentistas catalanes, incapaces de probar la violencia que daría sentido al delito de rebelión del que acusan a los reos, han tirado por elevación y han formulado un bonito discurso sobre el golpe de estado, elevando a doctrina oficial lo que hasta ahora era solo una demagógica y muy improbable acusación de la derecha. Don Sánchez asiste a este pedrisco a cubierto en su despacho presidencial en la Moncloa y espera de sus hipotéticos aliados que no le obliguen a salir a la calle sin paraguas mientras con su silencio intenta tranquilizar a sus adversarios, que ya han bajado el pistón de su retórica. El lema implícito de este momento histórico es: Pedro Sánchez es lo menos malo que nos puede ocurrir a todos. Nuevas elecciones darían más Sánchez. Hágase, pues, la voluntad del pueblo.