Cambio es un término de gran predicamento en la jerga política española. Por el cambio, fue el lema de campaña del pesoe de don González en mil novecientos ochenta y dos, en lo que puede considerarse la introducción de la palabra en el acervo común. En aquella ocasión, el socialismo felipista alcanzó una mayoría absoluta en el parlamento sin precedente histórico ni continuidad posterior. En las elecciones municipales que se celebraron el año siguiente, el lema del pesoe fue por el pueblo. Una apelación conservadora, estática, que invitaba a los votantes a quedarse donde estaban, sin cambios, y también sirvió para ganar holgadamente las elecciones. En la mentalidad intemporal de don González, que ahora trata de imitar don Sánchez, el cambio era una ligera torsión de muñeca en la mano que empuña el timón para conservar la estabilidad de la nave, sin la que no hay gobierno posible. Desde entonces, esta especie de baile de la yenka –un pasito adelante, ahora quietos, ahora atrás- es el ritmo de la democracia española.

La palabra cambio -acción o efecto de cambiar- tiene en el diccionario rae un significado completamente neutro y despojado de cualquier connotación o valor: 1) dejar una cosa o situación para tomar otra, 2) mudar una cosa en su contraria, 3) dar o tomar algo por otra cosa que se considera del mismo valor. Es una palabra deprimente, que refiere el oxímoron de una hiperactividad destinada a preservar la quietud; una agitación febril en busca del equilibrio absoluto. No en vano, a los cabildeos en el reparto del poder postelectoral le llaman cambio de cromos, cuyo objetivo compartido es llenar el mismo álbum con las mismas estampas por todos los participantes en el tráfico.  Es el humillante destino de podemitas, indepes y anaranjados, que eclosionaron en los años pasados creyendo de sí mismos que traían un cambio definitivo, una quimera análoga al movimiento perpetuo, y ahí están, trapicheando por una poltrona o repartiéndose el poder con quien hasta ayer dizque eran sus enemigos irreconciliables.

El empleo de la noción de cambio como motor histórico fue, como se ha dicho, un invento socialista, una versión esquiva y vergonzante del tradicional término de progreso, ya definitivamente desterrado del lenguaje político, y un término que cuadra al ánimo conservador de la sociedad española. La derecha huye instintivamente de los significantes que evoquen movimiento, y de hecho suele ser muy perezosa en la formulación de consignas, debido a su cómoda situación en la naturaleza de las cosas. ¿Para qué nombrarlas si te sirven siendo mudas? No obstante, cuando la realidad aprieta, y sienten sus intereses amenazados, no dudan en apoderarse de los artefactos semánticos que inventa la izquierda para pervertir su significado y ponerlos a su servicio. El cambio ha entrado, pues, en su vocabulario. Ahora mismo, los que fueron gobiernos del cambio en la pasada legislatura están en trance de ser cambiados en numerosas lugares; por ejemplo, en esta remota provincia subpirenaica y, lo que es más grave, en el corazón del país y en su provincia más rica, en Madrid, ay. Un pasito adelante, un pasito atrás.