Por definición, todo tiempo es perdido. La arena de la clepsidra cae para siempre de la bombilla superior a la inferior y solo las limitaciones técnicas de este primitivo aparato analógico nos permiten creer la ficción de que el tiempo es reversible, o recuperable, porque con un gesto de la voluntad invertimos la posición de las bombillas siamesas conectadas por un estrecho cuello. Retorna, entonces, la esperanza. Es verdad que el tiempo es inasible y su naturaleza es atravesar la existencia para no volver, pero hay circunstancias en que este derroche de horas y de días se convierte en una experiencia insoportable. Es cuando el paso del tiempo carece de objetivo, cuando la frágil esperanza puesta en los actos humanos se desmorona por el efecto indeseado de esos mismos actos. El impulso primaveral de las pasadas elecciones se ha desintegrado en el fuego de un estío en que las figuras se mueven a la vez ingrávidas y pesadas, como destellos de un espejismo amenazador.
Históricamente, hay dos modos de concebir el tiempo: lineal o cíclico. El primero cree en un principio y un final y en una concatenación racional de causas y efectos que une ambos; la enfermedad del tiempo lineal es el mesianismo. Pronto comprendemos que este desarrollo lineal no es tan obvio y debemos creer en un personaje, aparecido en algún momento de la historia, que gobierne el tiempo, le dé sentido y sirva de referencia. En nuestro gallinero doméstico, el mesías ahora es don Sánchez. A su vez, la concepción cíclica del tiempo puede ser agobiante o consoladora según las circunstancias. Significa que los organismos vivos y sus peripecias somos avatares de una sola entidad inmóvil, que se renueva incansablemente a sí misma. Las elecciones en una democracia responden a un principio lineal: el pueblo manifiesta su voluntad y esta es ejecutada por quienes han sido elegidos. Tenemos un principio, un final y una cadena de causas y efectos. Pero las elecciones también pueden adaptarse a una concepción cíclica en la que el pueblo vota una y otra vez y otra, incansablemente, y otra más, y en cada votación muda la composición de fuerzas, los colores del parlamento, los organismos que lo habitan, etcétera, sin que la rueda detenga su movimiento circular sin fin. En este momento, ya hay quien postula la inevitabilidad, incluso la conveniencia de nuevas elecciones. Y aquí estamos, a la espera, faquires sentados en la cama de clavos de la democracia.