Aún está por explicarse la lógica de eso que llamamos el estado de las autonomías, construido en la gloriosa transición a partir del estado yermo, macizado y uniforme bajo la férula del franquismo que heredó la juventud neodemócrata del setenta y ocho. A estas alturas, es ya una tarea para historiadores pero ahí van algunos apuntes de perplejo. Los constituyentes llevaban en su agenda desde el principio la necesidad de reconocer la especificidad de las nacionalidades históricas, es decir, las regiones con un fuerte carácter cultural y político a las que la república había reconocido un estatuto de autonomía.  En principio, Cataluña y País Vasco, a las que se sumaron Galicia y Andalucía, la primera porque su estatuto no pudo materializarse en los años treinta por el estallido de la guerra civil y la segunda por una apuesta igualadora que encabezó el pesoe. Hasta aquí, todo claro, o casi. Pero, ¿y el  resto del territorio nacional?

Los estatutos de autonomía históricos vinieron acompañados del característico ataque de pánico por el auge de los separatismos. España es una agregación de reinos y territorios, que fue imperio antes que nación -recuérdese el tiempo no tan lejano en que los saharauis eran españoles y se sentaban en las cortes con sus envolventes atavíos del desierto- y nunca en la historia moderna había tenido una constitución que durase más tiempo que el que tarda en secarse la tinta en que estaba escrita. Así que la solución del setenta y ocho fue lo que en lenguaje castizo se llamó café para todos, un modo de uniformación por la vía de espolvorear estatutos de autonomía, diríase que a voleo, por todo el territorio nacional. En esta siembra, desapareció el antiguo reino de León, el gran reino de Aragón fue amputado de sus limes mediterráneos, Castilla fue dividida en dos unidades enormes y arbitrarias, Extremadura conservó su estatus de far west, y aún quedaron algunas teselas sueltas en el  mosaico. Asturias y Navarra eran reinos arcaicos a los que se podía reconocer su identidad de tales pero otros territorios pasaron de provincias de comedia costumbrista –un señor de Murcia, una novia de Logroño, un chico muy fino de Santander– a la alta condición de comunidades autónomas. Ninguna broma sobre esta organización territorial que ha deparado cuatro décadas de paz democrática, crecimiento económico y equilibrio social, aunque no haya resuelto las pulsiones de fondo para la que fue creada. Secesionismo y centralismo, aunque minoritarios, siguen intactos y pujantes, como vemos.

El estado de las autonomías también creó una clase política de segunda división, extensa y fragmentaria, aferrada a las prebendas que deparan las instituciones regionales  y que, ahora mismo, parece tener en sus manos el destino del país.  En Murcia, los voxianos chantajean a sus socios con la exigencia de una modificación a la baja de los derechos civiles de todos los españoles para apoyar un gobierno de la derecha trifásica en la región. En la otra punta del espectro político, en La Rioja (antes Logroño), una diputada podemita chantajea a su previsible socia con la amenaza de negarle el gobierno si no la cubre de honores y de cargos públicos. Los partidos emergentes naufragan en el archipiélago territorial creado por los constituyentes del setenta y ocho. Esperemos que no nos arrastren a todos al abismo.