José Ramón Sánchez es un dibujante e ilustrador, autor de la cartelería electoral del pesoe en las primeras lides de la transición, finales de los setenta. Eran imágenes deliciosamente naïves, de campos de labranza verde esmeralda con frutales y mariposas sobre el fondo de una ciudad de la que emergían chimeneas industriales bajo el sol naciente y, en primer plano, un friso de obreros y campesinas, burócratas y gentes de la mar enlazados por los hombros, que flanqueaban a Felipe González en el centro de la imagen. Los carteles tenían diversas variantes pero todas respondían al mismo patrón de arte socialista si bien contado para niños, con un estilo destinado a dar por sobreentendido que aquello era un cuento. Es imposible saber el efecto que estas ilustraciones tuvieron en la arrasadora victoria felipista en mil novecientos ochenta y dos pero se puede afirmar que respondía a lo que la sociedad esperaba de la incierta política de la nueva era: un país próspero e inclusivo, como se dice ahora, en manos de una dirección política fuerte y fraterna. El engrudo de la imaginación política de la época era un franquismo de buen rollo, la libertad sin ira y todo eso. Solo unos pocos duros estaban entonces en manos de Billy el Niño.
Don Pedro Sánchez, el más felipista de los felipistas en activo, ha hilado su programa de investidura como si fuera uno de aquellos inolvidables carteles propagandísticos de su ancestro y el discurso ha funcionado como la descripción de un guía del Museo del Prado ante El Jardín de las Delicias: da noticia de los detalles del tríptico pero no puede evitar en el espectador el sentimiento de que está ante una fantasía ininteligible. Educación, igualdad, trabajo digno, pensiones, como siempre, pero sobre todo, mucha fibra óptica, bonos sociales para acceso a internet, ciberseguridad, derechos digitales, etcétera, envuelto todo en un surtido de pactos de estado, planes estratégicos, horizontes temporales y otras convenciones retóricas que dan a la oferta el carácter abstruso del cuadro de El Bosco, queriendo ser un armonioso cartel de José Ramón Sánchez. En los escaños del parlamento, más allá de las bancadas del partido del postulante, los oyentes asisten al discurso a la espera de la respuesta a la pregunta que les ha llevado allí: ¿qué hay de lo mío?
En aquellos remotos setenta, la propaganda política del pecé (comunistas, por si algún improbable lector joven lo ignora) apelaba a los mismos tópicos –sanidad, vivienda, educación- y los carteles también estaban diseñados con humor y empatía pero el mensaje literario tenía un punto de aspereza y los lemas aludían a lo que aún no estaba conquistado: quita un cacique y pon un alcalde, evita que la vivienda te cueste la vida, no dejes que el tráfico atasque tu vida (un preludio de Madrid Central), queremos una democracia para todos. Eran apelaciones a la militancia, a la movilización y en último extremo a la fe. En aquel lance histórico, el pesoe aniquiló electoralmente al pecé pero la soterrada pugna entre las dos corrientes de la izquierda se mantuvo intacta y ha eclosionado estos días en el parlamento, entre un pesoe renacido y un avatar del pecé. Cada uno de ellos odia al otro con una intensidad fraternal que no tiene parangón respecto a otras fuerzas del mapa político. Don Pedro no ha dudado en exhibir su desdén por don Pablo y a este le ha faltado tiempo para airear las miserias de don Pedro. ¿Esperan que alguien olvide y les perdone el espectáculo? Lo cierto es que ni la utopía narcotizante de fibra óptica de don Pedro ni el voluntarismo leninista de don Pablo tienen votos suficientes, ni juntos ni por separado, para formar un gobierno estable. Así están las cosas a cuarenta grados de temperatura.