En la historia de la remota provincia subpirenaica hay un episodio político acecido en el verano de dos mil siete, después de las elecciones autonómicas de aquel año, que por su desasosegante pesadez ha quedado en la memoria colectiva como el agostazo.  Las urnas dieron la victoria numérica a la derecha, como siempre, pero también ofrecieron la posibilidad de una mayoría alternativa de gobierno si se llegaba a un acuerdo del pesoe provincial y la izquierda vasquista o abertzale, apenas salida entonces del barrizal del terrorismo. Alguien, en algún despacho de la calle Ferraz de Madrid o en el palacio de la Moncloa, autorizó al candidato socialista local a explorar vías de encuentro, como se dice en la anémica jerga política, con los hasta entonces adversarios y de alguna manera competidores en el terreno de la izquierda. A simple vista, era obvia la imposibilidad del acuerdo pero eso no arredró a los negociadores, que emprendieron la tarea bajo el inclemente sol de agosto.

El pesoe actuó como suele, intentado sacar ventajas para sí mismo en cada paso de la negociación, destinada no tanto a alcanzar un acuerdo cuanto a quebrar o reducir al interlocutor. Para asombro universal, el interlocutor de entonces cedía a todas las pretensiones socialistas y, después de interminables semanas de idas y venidas, alguien en la covachuela de la calle Ferraz entendió que el gobierno de coalición o como se llamase era una probabilidad cierta y ordenó clausurar el teatrillo. La negociación tuvo una escenografía de vodevil, con reuniones secretas en casas rurales apartadas a las que inevitablemente acudía un enjambre de periodistas, y, para cuando terminó aquella historia interminable, la ciudadanía estaba de la farsa hasta el puto gorro. ¿Les suena? Al final, la derecha recuperó la primogenitura y vuelta a la normalidad.

¿Quién iba a decirle a este escribidor que trece años más tarde volvería a experimentar el hartazgo provocado por otro agostazo?   Los comentaristas, sobre todo de izquierda, enfatizan  este irritado estado de ánimo, al que ahora se llama finamente desafección hacia la política, y sugieren, en caso de repetición de elecciones, un posible sombrío horizonte que no tendrá lugar. Los que viven de la política –políticos, periodistas, tertulianos, etcétera- tienen querencia por la épica y aluden al pueblo soberano como si fuera un vigoroso organismo vivo y no la masa inerte que es. La sociedad civil, esa noción que don Sánchez ha convertido este verano en un circo de pulgas, irá a votar si le llaman a hacerlo, y la abstención, aunque sea un poco más alta que en abril,  no influirá en los resultados. La herencia más perenne del franquismo es una ciudadanía sumisa, paciente, que no se mete en política y teme más que a otra cosa los cambios y las novedades. Lo saben bien los poderes económicos y también don Sánchez y sus asesores, pero aún no lo han interiorizado los partidos emergentes. Así les va.

P.S. Este año, las elecciones autonómicas de la remota provincia abocaron a otro pacto de gobierno no muy distinto del de 2007 y en esta ocasión el acuerdo se resolvió en un santiamén.  ¿Por qué? Pregunta de examen para septiembre.