En este trance, el dilema más difícil es el que enfrenta el votante de izquierda porque el diez de noviembre tendrá que elegir a un candidato entre los dos que han quebrado su esperanza a sabiendas de que no repararán el desastre que han cometido al alimón ni en la puerta misma del infierno. El odio es una palabra proscrita en este tiempo de mojigatería retórica pero no hay otra manera de decirlo: don Sánchez y don Iglesias se odian. El mundo real desaparece tras el ciego impulso de destruir al otro que los embarga a los dos cuando están frente a frente. Por supuesto, el odio es un sentimiento que no puede explicarse. En las manifestaciones públicas de ambos hay desahogo de la rabia que alimentan, pero no argumentos racionales. A los sumo, llegamos a saber que cada uno es la pesadilla del otro. Aún no sabemos por qué don Iglesias quería participar en el gobierno a riesgo de arruinar el proyecto para el que había sido votado ni por qué don Sánchez empeñó la suerte del país y la suya propia en evitarlo. El primero ha quedado como un político engañado e impotente y el segundo, como un manipulador desconcertado.

Vivimos tiempos de cambio, en los que el futuro parece que fuera a presentarse mañana mismo, lo que exigiría ideas novedosas y actitudes flexibles y adaptativas, pero don Sánchez y don Iglesias viven en la jaula de hierro  de sus respectivas tradiciones políticas y de sus rasgos de carácter. El pasado y el presente los tienen atenazados. Los partidos socialdemócratas y comunistas, para decirlo de una manera sumaria, jamás han convivido con facilidad pero todos deberíamos saber que desde la exitosa revolución neoliberal de los años ochenta ambas tradiciones son una ruina inerte del pasado. El papel de la izquierda política (socialdemócrata y menos aún comunista) en los agitados cambios que se registran ahora mismo en los países europeos es insignificante. Pancartas en las calles, mucho indignado y mucho chaleco amarillo pero ni un milímetro de avance real en gobiernos y políticas progresistas. La izquierda y sus partidos no tienen más opción que reconocerlo así y reunirse con ánimo abierto y cooperativo para diseñar una estrategia fundamentada, creíble y eficiente. Exactamente lo contrario de lo que han hecho estas semanas dos líderes mediocres y sus sedicentes equipos de negociación.

Descartado, pues, el pretexto ideológico o programático, no queda más que el factor humano para explicar el fracaso de la investidura. En este sentido, don Sánchez y don Iglesias forman una pareja de teatrillo de títeres. El primero es el príncipe apuesto, guapo, atildado, soso, un tanto cortico de luces, que cree que el reino entero le es debido, y el segundo, con su figura encorvada, su cabellera extravagante, sus ojillos amusgados y su ceño luciferino es el pariente bastardo que llega al palacio, urdidor, tenaz, resuelto, y finge ayudar al príncipe a conservar el trono pero en el fondo aspira a suplantarlo. Curiosamente, esta imagen esperpéntica cuadra mejor a lo que hemos experimentado este verano del fingimiento que cualquier disquisición teórica de altos vuelos. Bien, pero, ¿quién va a votar a dos títeres de cachiporra?