La puesta en marcha del juicio político (impeachment) contra Trump da ocasión para recordar lo viejo que es quien esto escribe y lo mucho que, sin él quererlo, ha evolucionado su conciencia política y su relación con las palabras. Impeachment es una palabreja eufónica y de fácil recordatorio (tal como la pronunciamos los hablantes en castellano suena como un salivazo) que promete jaleo y entretenimiento y que, durante la vida adulta de este escribidor, ha estado en el candelero en tres ocasiones y en cada una ha tenido un significado (subjetivo) distinto. La primera vez que oímos la famosa palabra, su amenaza planeaba sobre el presidente Richard Nixon (1973), quizá el mandatario norteamericano con peor sombra del siglo veinte. Para la opinión pública mayoritaria, Nixon era un felón, resentido, tramposo y elusivo como un carterista del metro. La posibilidad de que fuera despedido del cargo se veía con ánimo exultante, a causa de la criminal política norteamericana en el mundo (Vietnam, Chile, etcétera) y de una larga lucha de la prensa (watergate y otros asuntos) por una sociedad mejor y un gobierno decente. Fue el impeachment de nuestra inocencia, jóvenes narcotizados por la épica. A la postre, el imputado eludió el procesamiento por dimisión del cargo y nos privó del espectáculo de ver su cabeza clavada en una pica, así que las tricoteuses nos volvimos a casa confundidas y frustradas por lo rara que podía ser la democracia.
El segundo episodio afectó a Bill Clinton (1998) y por decirlo de alguna manera ya nos pilló avisados. Las acusaciones al presidente fueron por perjurio y obstrucción a la justicia, los mismos delitos de los que se acusó a Nixon, pero el asunto de Clinton traía causa asociada a ciertos escarceos sexuales del presidente con el personal femenino de sus oficinas. El sexo fue el turrón del caso que los medios nos dieron a saborear hasta el hartazgo. Todo parecía girar en torno al semen presidencial en la falda de una becaria. Clinton, al contrario que Nixon, sí llegó a ser imputado de algunas de las acusaciones, y absuelto. Salió del trance hecho un chaval y conservando intacto su patriciado político en el partido demócrata y en la esfera internacional. Hay quien nace con estrella y otros que nacen estrellados. Clinton es de los primeros y Nixon de los segundos. El efecto de este proceso en el ánimo de los espectadores remotos fue ambiguo. De una parte, no entendíamos el revuelo puritano levantado por unos actos que a la postre eran una cuestión privada (estábamos muy lejos del mi-tú feminista) a la vez que advertíamos lo que de abuso de poder tenía el asunto. Clinton y Nixon lo hicieron porque podían hacerlo y se creían impunes. Si hubieran sido jefes del estado español la impunidad les estaría constitucionalmente garantizada. Pero un parlamento no es un tribunal de justicia y, en el brete de determinar la inocencia o la culpabilidad de uno de los suyos, lo que cuenta son los intereses partidarios. En aquel impeachment fallido aprendimos que los poderes, por muy separados que estén y muy estrepitosas que sean las pugnas en su seno, son siempre un solo y único poder.
Por eso ha dicho Trump que saldrá fortalecido del juicio político que se le viene encima (2019). En este caso el proceso nos pilla ya muy viejos, con los dientes y la esperanza desgastados. Los adversarios del presidente color panocha le acusan de comportarse como un jefe de la mafia, a partir del amenazador chalaneo telefónico que se trae con un súbdito imperial que gobierna en la remota Ucrania, tierra de escitas. La acusación despierta cierto asombro porque Trump fue elegido por el pueblo soberano por parecerse precisamente a un jefe de la mafia: un empresario riquísimo, de prácticas sospechosas, del que el pueblo admira su egoísmo, su codicia, su falta de respeto por los contratos y su desprecio por la gente, más intenso cuanto más débil sea esta. De añadidura, la materia de la conversación incriminatoria versa sobre las andanzas del hijo de un rival político, que también está en negocios en la remota Ucrania. Si el presidente y la oposición quieren hacer negocios en Ucrania, ¿qué hay de raro que ambos traten con el jefe del cotarro local? Nixon fue un cuáquero al que nunca le imputaron delitos económicos; Clinton predicó aquello de que, es la economía, estúpido, y Trump pasará a la historia por la sentencia de Vito Corleone, no es personal, solo negocios. Y, como los anteriores, saldrá vivo del impeachment.