De nuevo en campaña, o precampaña o como quiera que se diga. En realidad hace meses que no hemos salido de este bucle en el que los políticos hacen como que dicen algo y el público hace como que les escucha. Este teatro de los idiotas amenaza con convertirse en una condena a perpetuidad. Las elecciones han perdido toda la importancia que les daba su carácter pautado y están a punto de perder su funcionalidad, que es formar gobierno. Don Sánchez, que no ha dado un palo al agua durante su ejercicio como presidente del gobierno viene a mitin diario en estos días de agobio, para prometer lo mismo que prometió en verano y que no funcionó: un sedicente programa de gobierno ante el que los demás candidatos no tienen más alternativa que asentir boquiabiertos. Por supuesto, tampoco los demás han hecho el mínimo esfuerzo para renovar su oferta y cada uno sigue a su bola. Lo que (no) valió en julio, (no) valdrá en noviembre, pero quién sabe. A despecho de lo que proscribe el tópico, aquí hacemos lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes. Las encuestas pronostican una situación de nuevo estancada y eso se debe a que los electores van a refrendar con lealtad perruna la obstinación de sus líderes. En tiempos de tribulación, no hacer mudanza. Los partidos han tomado como rehenes a sus electorados y estos se comportan como se espera de un secuestrado, que siga las instrucciones del secuestrador si quiere salvar la vida o lo que quiera que esté en juego en unas elecciones.

Los informativos de la tele ofrecen el fin de semana el consabido carrusel de mítines en los que llama la atención, no el tedioso mensaje de los oradores, sino la sonrisa enajenada de los asistentes. Resulta difícil entender por qué sonríen pero se hace evidente que el famoso cabreo ciudadano que los analistas pronosticaron a raíz del reciente fracaso del proceso de investidura ha sido exorcizado. Hay en las sonrisas de esta gente una exultación apenas contenida y una suspensión del ejercicio de razón no muy distinta a la que debió aquejar a las pastorcillas de Fátima. Es cierto que las primeras filas del público están ocupadas por prebostes y aspirantes a un cargo público para los que la sonrisa incluso entusiasta forma parte inexcusable de la impedimenta de campaña, pero no se puede creer que todos los demás, que son la mayoría, sonrían con la glotonería de quien parece creer que después del sermón se multiplicarán los panes y los peces. La gente no puede ser tan idiota, pero, en fin, ahí están las pruebas. Entre los sonrientes, los más llamativos por su entrega a la causa son los que forman la guardia pretoriana a espaldas del orador para que el plano de la tele haga ver el coro de satisfacción que arropa al líder. En esta tropilla siempre hay alguna cara que parece estar en Babia pero en general cumplen con el papel.  Alguno de estos jóvenes pretorianos será un día don Sánchez o don Casado pero no hay duda de que otros serán interpelados años más tarde por su nieta que les preguntará, pero, abuelo, ¿de verdad fuiste seguidor de aquel cretino? ¿Y qué contestas entonces?, ¿que eran otros tiempos?