Película de cine mudo: grano grueso, grises desvaídos, movimientos espasmódicos de los personajes. Plano general de una estación de ferrocarril atestada de gente. Despedida de los soldados que van a las trincheras de la primera guerra mundial. Bajo la titubeante marea de grises que muestra la pantalla, el espectador intenta descifrar el estado de ánimo de esa multitud. Los soldados van a la muerte y quienes los despiden son viudas y huérfanos a plazo tasado pero, sin embargo, no se advierte tensión ni protesta en los gestos que intercambian unos con otros, solo sonrisas, abrazos, agitar de pañuelos que resumen lo que podría llamarse una vehemente esperanza. Esta ocultación de la realidad es lo que recibe el nombre de patriotismo. La guerra es una discordia entre las élites dominantes que pagan duramente los desposeídos. Sonámbulos es el acertado título que el historiador Christopher Clark dio a su libro sobre la primera guerra mundial. El término atina a definir la actitud con la que las emplumadas monarquías europeas de la época llevaron a los pueblos que gobernaban a una carnicería sin precedentes. Gobernantes que ignoran el designio que los guía y las consecuencias de sus actos, y pueblos que los siguen, rehenes mudos y pasivos de las decisiones que les imponen.
La teoría dice que las elecciones son la forma de participación del común en la agenda pública del gobierno, del mismo modo que la participación en la guerra era un requisito de pertenencia en las sociedades tribales. Pero los tiempos cambian y la participación en la guerra y en las elecciones ha dejado de ser un rango de ciudadanía en las democracias industriales. Ambas actividades públicas están en manos de voluntarios, especialistas y profesionales, y el elector, como el recluta conscripto, tiene la desapacible impresión de ser rehén de la clase política, embarcado en una acción de la que no conoce ni el fin ni las consecuencias para sí mismo y para su gente, como los jóvenes que montaban en los trenes hacia el frente. Los programas electorales de los partidos en esta convocatoria forzada son cajas huecas en las que, al agitarlas, solo suena un tópico nacionalista: Cataluña, para lo que nadie tiene solución. Lo demás no está en la agenda.
Las innumerables reformas constitucionales, laborales, económicas, territoriales, etcétera, que se pregonaban hace unos meses han quedado a beneficio de inventario. El debate electoral se ha convertido en una rebatiña entre candidatos para arrancar un puñado de votos del caladero del adversario. Guerra estática de trincheras para defender el territorio propio y en lo posible ocupar el ajeno. El paisaje político se parece bastante a un campo del frente del Marne: alambradas, que ahora se llaman líneas rojas, socavones donde yacen innumerables promesas de bienestar, ametralladoras que tuitean y un insoportable tufo a podredumbre sobre las trincheras a las que nos han llevado las erráticas estrategias de los estados mayores y donde reina un sentimiento generalizado de hastío e impaciencia. Es un clima favorable para los agentes provocadores. Ya se han detectado algunos que fomentan la abstención de la izquierda a beneficio del pepé, un partido que no parece capaz de desprenderse de su componente mafioso.
En estas circunstancias, la deserción es un delito y quien esto escribe, que hace solo unas semanas se sentía legitimado para jubilarse como elector, ha puesto su firma al pie de un manifiesto a favor de la candidatura a la que vota arrastrando los pies desde que apareció en el escenario. Ahora empezamos a entender la tensa sonrisa que exhibían los jóvenes reclutas embarcados hace un siglo en trenes militares hacia un futuro incierto y quizá aciago.