Primer debate electoral en la televisión pública. El espectador empuña el mando a distancia y lleva a cabo incursiones en él, rápidas y breves. Entra y sale del debate como un observador furtivo. Los políticos, ellos y ellas, le irritan ¡a qué ocultarlo! Hacen percutir en la cabeza el viejo mantra anarquista: la democracia es el sistema por el que los esclavos eligen a su amo. Al otro lado de la pantalla, ellos y ellas están a lo suyo, repetitivos y previsibles, Nada de lo que dicen concierne al espectador, que cambia de canal, pero vuelve al poco. ¿Hábito democrático, obsesión cívica, demencia senil? No hay manera de saberlo. En este vaivén televisivo, la atención se deja arrastrar por el candidato voxiano, un señorito larguirucho y barbado, de aire desdeñoso, al que llaman don Espinosa. El tipo insulta a los demás participantes, se burla de sus afirmaciones, les interrumpe cuando están en el uso de la palabra. Diríase que está ahí para reventar el acto. El discurso voxiano es una sucesión de prontos inesperados, de factura rudimentaria y de apariencia extravagante, que nos obligan a mirar en la dirección del ruido y a preguntarnos por su causa.
Fracking. Lo que estos tipos hacen es fracking, inyectando a presión sus ocurrencias, no para hacerlas valer sino para romper la convención democrática y discursiva del debate. El fracking revienta el suelo sobre el que vivimos para que afloren nuevas fuentes de energía y provoca terremotos, de los que en España se han registrado dos, en Castor (frente a Castellón) y en Lorca (Murcia). Lo que esta técnica denota en la economía es un modo de producción desaforado y al límite de la explotación de los recursos tradicionales. No hay por qué creer que en política no vaya a ser igualmente aplicable. Por ahora, la extrema derecha está ya instalada y normalizada en Europa y, hasta donde nos dicen las encuestas domésticas, vox sería la tercera fuerza después del diez-ene, mientras las dos siglas del bipartidismo acortan distancias entre sí, lo que las empuja a la homogeneidad y a la cooperación.
Los votantes de extrema derecha no necesitan creer en nada (atención al componente nihilista del fascismo) ni esperan nada que no sea la destrucción del sistema, convertido para un creciente número de personas en un territorio extraño y amenazador, ya sea por razones económicas o culturales. La derecha tradicional tiende a ignorar la peligrosidad de este fracking; primero, porque lo reconoce como parte de su cultura política; segundo, porque lo ve como una fiebre accidental, y tercero, porque cree que le servirá para gobernar, como de hecho le sirve en Madrid, Murcia y Andalucía. Pero lo cierto es que la alt-right ha convertido en otro mundo países que creíamos que formaban parte del nuestro: Reino Unido, Hungría, Polonia, Chequia y Eslovaquia, por ahora (Italia estuvo a punto el verano pasado).