El mundo, el supuesto mundo, sabe todo sobre Slobodan Milosevic. El supuesto mundo conoce la verdad. Por esto, el supuesto mundo hoy no está presente, y no solo aquí y ahora. Yo tampoco conozco la verdad. Pero miro. Escucho… Me acuerdo. Pregunto. Por eso estoy aquí. (Peter Handke, discurso en el funeral de Slobodan Milosevic, dictador serbio acusado del crímenes de guerra y contra la humanidad)
Probablemente, esta sea la única guerra de la historia planeada y dirigida por escritores. (Marko Vesovic, escritor bosnio).
Los Balcanes es el espejo negro en el que se mira Europa occidental para sentirse civilizada. (Slaboj Zizek).
Un pueblo difícil con una historia difícil posiblemente será un pueblo difícil en cualesquiera condiciones, precisamente por falta de esos medios para rejuvenecerse. (Rebecca West. Cordero negro, halcón gris. Viaje al interior de Yugoslavia)
Introducción
En la década de los noventa, una sucesión de guerras civiles desmembraron la República Federal de Yugoslavia y alumbraron nuevos estados a partir de las naciones que formaban esta entidad política situada en el centro-sur de Europa. Las causas del conflicto son complejas y aún están lejos de haber sido aclaradas por completo pero dieron lugar a episodios de crueldad y salvajismo inéditos en Europa desde la II Guerra Mundial. En último término, fueron los bombardeos de la OTAN sobre el principal país beligerante, Serbia, los que acabaron con el conflicto y consolidaron un nuevo statu quo en la región. En Occidente hubo un consenso mayoritario de que Serbia era la principal responsable, aunque no la única, de las guerras balcánicas y de los delitos que en ellas se cometieron. Peter Handke, uno de los escritores más conocidos y aclamados de Europa, tomó partido por Serbia y por su presidente Slobodan Milosevic, considerado un criminal de guerra y genocida por la comunidad internacional, lo que dio lugar a una polémica pública y mediática en la que el escritor fue abrumadoramente reprobado. Veinte años después, la Academia Sueca le otorga el Premio Nobel de Literatura “por su trabajo influyente en el que el genio lingüístico ha explorado la periferia y especificidad de la experiencia humana”. Y la polémica ha reverdecido. En el primer encuentro con la prensatras la noticia de que había sido galardonado con el Nobel, Peter Handke fue una vez más interpelado por su posición durante las guerras de Yugoslavia. El galardonado respondió con una mezcla de impaciencia, ira y hastío: “Soy un escritor, vengo de Tolstói, vengo de Homero, vengo de Cervantes. ¡Dejadme en paz y no me hagáis tales preguntas!”
Pero no es tan fácil. La historia que le alude y sus consecuencias son heridas aún abiertas en el ánimo de las víctimas de aquellas guerras y de las masacres a que dieron lugar, y la concesión del premio ha dado ocasión para que vuelva a escena un nuevo episodio de un tópico literario propio del siglo XX: la relación entre la excelencia literaria del escritor y su compromiso político con causas condenables y condenadas por la justicia y la historia. Handke pasa así a formar parte de una nómina en la también se encuentra, el noruego Knut Hamsun, el francés Louis-Ferdinand Céline, el norteamericano Ezra Pound y el argentino Jorge Luis Borges, a quien su adhesión a la dictadura militar que asoló su país le excluyó sin remedio del premio que ahora recibe Handke.
¿Es posible encontrar alguna relación entre la literatura de un escritor reconocido y excelso y su compromiso político? En el caso de Handke, el escritor bosnio Aleksander Hemon formula la cuestión así:
Desde que Peter Handke decidió entregarse a la causa perdida de Milosevic y Serbia, no he sido capaz de leer sus obras. Como buen bosnio, no soy tan europeo como los sabios suecos que le han otorgado el Premio Nobel de Literatura. Por eso me resulta imposible, una y otra vez, no buscar la conexión entre lo que escribe, por ejemplo, sobre un portero que padece ansiedad ante el penalti y su convicción de que los defensores de Sarajevo arrojaron una bomba sobre el mercado abarrotado para poder echar la culpa a los serbios (…) Tal vez los delirios inmorales del señor Handke estén relacionados con su estética literaria, su falta de confianza en la capacidad del lenguaje para representar la verdad, que acaba desembocando en la idea de que todo es igualmente cierto o falso. Su fracaso moral también podría interpretarse en el contexto de la interminable islamofobia europea, o del “y tú más” que considera que todas las partes de la antigua Yugoslavia fueron igualmente responsables de su desaparición, una teoría que encajaba muy bien con la aversión instintiva al imperialismo de Occidente que, en los sangrientos años noventa, nublaba las mentes más excelsas de muchos círculos europeos(…) Las ideas políticas de Handke invalidaron irreversiblemente sus ideas estéticas, y su adoración por Milosevic invalidó sus principios éticos. La elección de Peter Handke implica una concepción de la literatura a resguardo de los infortunios de la historia y de las realidades de la vida y la muerte humanas. (Diario El País, 27.10.2019).
El momento histórico
Las guerras de Yugoslavia acaecieron en una época que marcó un cambio radical en el geopolítica de Europa. En Oriente, el colapso y la desintegración del bloque soviético. En Occidente fue, sin embargo, un periodo de consolidación de la Unión Europea (Maastricht, 1992) y en España fueron los años de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo Universal de Sevilla, que significaron el cénit de la onda larga del bienestar de la época. Nadie, en la opinión pública, prestaba especial atención a Yugoslavia. El consenso interno de los países occidentales creó una perspectiva unívoca sobre la guerra, mezcla de conocimiento superficial de los hechos, consternación moral ante las noticias que nos llegaban e impotencia política. Había dos razones que alimentaban estos sentimientos. La primera, porque estaba en juego la disgregación de una entidad política federativa –Yugoslavia- por la que se sentía una simpatía apriorística, derivada quizá de sus intentos en el pasado de construir un socialismo autogestionario, se decía entonces, independiente de la férula de Moscú. La segunda causa de consternación, concurrente con la anterior, fue provocada a la vista de las imágenes que nos llegaban del conflicto y que recordaban las de la guerra civil española: milicias irregulares, prisioneros tras las alambradas, cadáveres alineados en las cunetas, y esos rostros campesinos, aterrorizados y perplejos, que miraban a la cámara como salidos de algún pueblo español sesenta años atrás.
La necesidad subjetivamente sentida de acabar con aquel vestigio del sangriento del siglo XX sin duda influyó en una actitud acrítica generalizada. El impacto de la noticia de los bombardeos de la OTAN sobre territorio serbio fue contradictorio. De una parte, el horror que provoca la inapelable superioridad de los ataques aéreos sobre un país notoriamente indefenso antes estas armas; de otra, el deseo de que pusieran fin a aquel espantoso conflicto. Quizá, otro recuerdo que se podría añadir a este exiguo muestrario es la extrañeza en España de ver a Javier Solana, con su sempiterna sonrisa, su atildado porte de niño bien y su vitola de socialista-pacifista, al frente de los bombardeos como secretario general de la OTAN. En sus escritos, Handke no duda en calificar al político español de matarife.
Firmada la paz, el torturado mosaico de estados que ocupaban el espacio de la extinta Yugoslavia desapareció de la agenda mediática, y los problemas étnicos, religiosos y territoriales que habían provisto de carne de cañón a los beligerantes quedaron para ser gestionados en despachos cerrados a la curiosidad pública. La única secuela del conflicto que encontró reflejo en los medios fueron los procesos a los responsables de crímenes de guerra en el Tribunal Internacional de La Haya, seguidos aquí con menos que mediana curiosidad.
En algún momento de este periodo se tuvo noticia en España de la adhesión de Peter Handke a la causa de Serbia y de su presidente, Slobodan Milosevic. En el ámbito cultural español, Handke era entonces, como ahora, un escritor reconocido y seguido por un público lector cultivado, y me atrevo a suponer que no muy numeroso, a pesar de su relación literaria con el paisaje y las gentes de España, aunque sin duda fiel porque su obra se ha traducido y publicado regularmente por la editorial Alianza. Pero en Alemania y Francia, donde ocupaba un alto escalón en el parnaso literario, su compromiso sentimental y político con los serbios le ocasionó una condena generalizada. En España habíamos tenido un paladín literario en la guerra. Juan Goytisolo también viajó a la zona de conflicto y escribió sobre ello, sin bien desde la trinchera opuesta a la del autor austriaco. Goytsolo estuvo en Sarajevo, dio testimonio de la crueldad del prolongado cerco al que los serbobosnios habían sometido a la ciudad y protestó por la inhibición de la comunidad internacional.
Las guerras de Yugoslavia
Yugoslavia era un estado joven, creado al término de la I Guerra Mundial por la agregación de cinco naciones afincadas en la región –serbios, croatas, bosnios, eslovenos y montenegrinos, a los que habría que añadir los albaneses de Kosovo- con una larga historia de conflictos internos entre sí pero al mismo tiempo muy mezcladas en las ciudades y en algunas zonas rurales del territorio. Este mosaico étnico y religioso de frágil convivencia se convirtió en un estado federativo en el que el país dominante era Serbia. Para las potencias del entorno, y singularmente para Alemania, Yugoslavia siempre fue una construcción artificial. La II Guerra Mundial y la invasión alemana del territorio provocaron una guerra civil entre yugoslavos de difícil definición pero muy cruenta en la que croatas (ustashas) y bosnios (turcos), partidarios de los nazis, lucharon contra los serbios, que, a su vez, estaban divididos en monárquicos tradicionalistas (chetniks) y partisanos comunistas. Estos últimos, apoyados por los aliados, crearon una eficiente fuerza militar yugoslava dirigida por el mariscal Tito (croata de nación), que después de la guerra articularía la federación bajo un régimen comunista dirigido por él mismo. Tito alcanzó predicamento internacional por su posición autónoma respecto a Moscú y por su protagonismo entre los países emergentes de la descolonización de los años cincuenta y sesenta. Ambas circunstancias eran una respuesta a la situación geoestratégica de Yugoslavia: un mosaico de países reunidos en una entidad estatal de nuevo cuño en la misma línea del frente de la guerra fría.
Cuando llegó la crisis de los noventa, tras la caída del muro de Berlín, Tito llevaba más de una década muerto y el poder político se había fragmentado entre las elites de las repúblicas federadas, ahora ya ex comunistas y crecientemente nacionalistas. Llegaba la hora de un nuevo ajuste de cuentas, en una circunstancia en la que convergían, una economía decaída y un desigual reparto de la riqueza entre los territorios, un pasado dictatorial, estructuras políticas desguazadas y reconvertidas por las nuevas élites para sus propios fines, las consabidas diferencias religiosas y culturales que sirvieron de gasolina al enfrentamiento, la carencia de cultura democrática compartida y la tradición belicosa de la región. Las tensiones nacionalistas impulsadas por las élites locales sobre las ruinas de la federación se vieron favorecidas por los intereses del entorno internacional. Diríase que nadie estaba interesado en la conservación de la federación yugoslava. La primera república en independizarse unilateralmente en 1991 fue la septentrional y próspera Eslovenia con el impulso y el aval de Alemania, y la última, la empobrecida y meridional Kosovo en fecha tan tardía como 2008, con el apoyo de Estados Unidos, que ha instalado allí la estratégica base militar de Camp Bondsteel, la más grande del mundo fuera de su territorio nacional.
Entre 1991 y 1999, la región de los Balcanes fue escenario de una sucesión de guerras civiles, cada una de las cuales concluyó con la independencia de una república federada: Eslovenia (1991), Croacia (1991-1995), Bosnia (1992-1995) y Kosovo (1995-1999), frente a un enemigo común en todos los casos: Serbia. Los enfrentamientos fueron de extrema crueldad. El nacionalismo supremacista y la familiaridad histórica de las milicias con la violencia armada dio lugar a numerosos episodios de limpieza étnica y religiosa. La disgregación del estado federal yugoslavo mediante la construcción de nuevas unidades nacionales se hacía más difícil en las zonas de mayor mezcla de poblaciones, donde los nacionalismos antes latentes y ahora explosivos aspiraban a un territorio limpio de extranjeros, despectivamente llamados con los nombres heredados del reciente y sangriento pasado: turcos, ustashas o chetniks. Serbia se arrogó la representación de la república yugoslava pero, al mismo tiempo, había abolido la constitución federal en 1990, abriendo paso a su propio nacionalismo enfrentado al de las otras repúblicas. Todos los bandos cometieron crímenes de guerra pero fue el nacionalismo serbio, que padeció como los demás bandos expulsiones masivas de población de los nuevos estados independizados y que vio desgajado lo que consideraba su territorio nacional, el que los perpetró en mayor medida. Esta es una de las afirmaciones que niega Handke.
La última fase de la guerra en 1999 tuvo causa en la voluntad independentista de la región autónoma de Kosovo, de mayoría albanesa y a la vez cuna histórica de Serbia, según su mitología nacionalista, después de que Belgrado anulara la autonomía de la región. El ejército yugoslavo y las milicias serbias respondieron a los ataques de la milicia albano-kosovar con extrema violencia, provocando miles de víctimas y expulsiones de poblaciones kosovares, que afectaron a más de un millón de personas. Fue en esta circunstancia en la que un grupo de países occidentales, liderados por Estados Unidos y bajo el escudo de la OTAN decidieron intervenir con una campaña de bombardeos sobre Serbia que se desarrolló durante la primavera de 1999 y que concluyó con la separación de Kosovo del territorio serbio y el fin de la guerra. La intervención occidental se hizo sin mandato de las Naciones Unidas y como una guerra humanitaria (sic).
El epílogo de esta guerra fue la comparecencia de los jefes militares y políticos acusados de crímenes de guerra ante el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, creado por mandato de las Naciones Unidas. En total, fueron encausadas 124 personas de todos los bandos, aunque los más significativos fueron serbios: el activista Radovan Karadzic, el general Ratko Mladic, responsable de la matanza de Srebrenica, y el presidente de la república serbia, Slovodan Milosevic, sin duda el personaje más tristemente famoso de esta historia, apodado El Carnicero de los Balcanes y, según la historiografía mayoritariamente aceptada, el principal responsable de las sucesivas guerras yugoslavas. En 2000 fue derrocado por el pueblo serbio y, después de ocho meses de dudas y negociaciones, el nuevo gobierno lo entregó al Tribunal Internacional para que respondiera a las acusaciones de crímenes de guerra y contra la humanidad y por genocidio. Estuvo preso en La Haya desde 2001 hasta su muerte por causas naturales en la celda del tribunal, antes de que terminara el juicio. Handke asistió a algunas sesiones del tribunal, visitó y entrevistó a Milosevic en la cárcel y fue invitado por la defensa de este para actuar como testigo pero declinó hacerlo, aunque sí asistió a sus exequias, lo que dio lugar a otro monumental escándalo político y literario, cuyo eco ha perseguido al autor austríaco hasta el peldaño más alto que un escritor puede soñar para su carrera literaria.
Un escritor de lugares
¿Quién es Peter Handke?, ¿cómo es su literatura? Soy un escritor de lugares, dijo de sí mismo en una entrevista de 1990. Handke es un viajero y un paseante solitario, que ha recorrido muchos caminos de Europa -entre otros, numerosos paisajes de España- y cuya obra se nutre de las observaciones sobre el entorno que visita y de las que brota un hilo de reflexiones, metáforas y evocaciones que forman el tejido de la prosa. En la página se despliega una suerte de flujo de la conciencia en el que las palabras parecen buscar tentativamente su sentido. Si se quisiera encontrar una imagen que defina su prosa, quizá la más apropiada fuera el vuelo de una libélula, leve, grácil, ensimismado, inextricable, que se detiene sobre un punto del espacio para retomar el vuelo de inmediato en busca de otro donde detenerse a continuación. La lectura del texto, como el misterioso vuelo de la libélula, termina por revelar un sentido, aunque el lector no llega a saber si era el que el autor quería darle o si es el que él mismo aporta con su lectura. Escritor y lector comparten una urdimbre de signos a cuyo través, con suerte, se producirá un contacto entre dos sensibilidades, ambas inciertas, transitorias, dubitativas. Un autor que es fácil de imitar no merece ser considerado como tal, es una sentencia de Handke que le cuadra.
El escenario de la prosa de Handke se presenta vacío, despojado de atrezo y ornamentos, también de personajes y de trucos narrativos. El autor no reconstruye la realidad ni la argumenta, como si creyera, no sin razón, que la retórica oculta la verdad más que la revela. Este rasgo de su estilo es pertinente para entender la dificultad que ofrece la interpretación de su compromiso político, que, por lo demás, fue fehaciente y sostenido en el tiempo. Handke escribió bastante sobre su posición proserbia en las guerras de Yugoslavia pero lo hizo en un estilo alusivo y circunstancial, que dejaba traslucir su compasión por los serbios y la ira que despertaban en él sus enemigos, como una olla a presión deja escapar el vapor en el punto de ebullición. La ausencia de explicaciones racionales de acuerdo a los patrones de una argumentación política convencional se convirtió en un motivo más de su aislamiento e incomprensión del y con el entorno.
Handke (1942) nació en la localidad austriaca de Griffen, en la región de Carintia, lindante con Eslovenia, de donde era natural su madre, a la que el escritor adoraba y que se suicidó en 1971, suceso al que el escritor dedicó su libro Desgracia impeorable. El esloveno fue, pues, su segunda lengua, que el escritor lamenta no conocer bien, y tal vez la más querida. Este nexo sentimental y temprano con lo que entonces era todavía Yugoslavia: un país plurinacional, cultural y geográficamente muy variado entre la llanura panónica y el mar Adriático con un macizo montañoso central, Estos rasgos genéricos constituyen las únicas pistas que la bibliografía en castellano consultada nos ofrece sobre la afección del escritor hacia este país que ya no existe. Poca información para fundamentar las causas de su posicionamiento político. Sin duda hubo otras que podemos inferir: la evidencia de la participación occidental en los primeros pasos de la disgregación de Yugoslavia; el sentimiento de injusticia causado por el hecho de que todos estaban contra Serbia, y, sobre todo, los bombardeos de la OTAN, que examinaremos en detalle más adelante. Pero, al mismo tiempo, cuesta creer que Handke se negara a ver el nacionalismo agresivo de la Serbia de Milosevic y su papel en el estallido y el desarrollo del conflicto, agravado por su supremacía militar. Y tanto más cuesta creer que, después de todo lo sabido, se sintiera obligado a rendir homenaje a Milosevic en sus exequias, convertidas en una reunión del ultranacionalismo serbio y a las que no asistieron ni las autoridades del país ni la familia del dictador. ¿Es posible que un escritor que ha construido su obra sobre un espacio abierto que abarca Europa entera tuviera necesidad de reivindicar sus razones en el corazón de un nacionalismo cerril, autorreferencial y en último extremo sangriento?
Un lugar en guerra, un escritor guerrero
El primer libro que Handke escribió sobre Yugoslavia se titula, de manera característica, Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Sava, Morava y Drina, fue escrito en 1996, después de la guerra de Bosnia, publicado en dos partes en el diario alemán Süddeutsche Zeitung y recibido con una granizada de críticas por la prensa liberal de toda Europa para la que, hasta ese momento, Handke había sido un santo de su retablo. Para entonces, ya había asumido que Serbia era objeto de una conspiración internacional y singularmente europea-occidental. Desde esta perspectiva, la introducción del libro es un alegato nervioso, urgente, irritado, contra los intelectuales y periódicos occidentales (incluido destacadamente El País), en el que rechaza la exactitud de las cifras de bajas de guerra que se dan, las imágenes que se publican, los relatos que se ofrecen, sin más argumento a contrario que la propia duda sobre su veracidad, o mejor, la convicción de que son falsos.
Después de esta introducción beligerante, el libro se interna en el viaje propiamente dicho con la característica prosa de Handke, divagatoria y atenta a los detalles, como si de ellos pudiera brotar un descubrimiento que explica la realidad entera. El autor visita Belgrado y otras ciudades serbias, aún no afectadas por los bombardeos que vendrían después, describe a los ciudadanos y charla con ellos para formularles la misma pregunta: ¿creen que se reconstruirá alguna vez Yugoslavia? Las respuestas, como es lógico, son desesperanzadas. Tampoco las opiniones que recaba de algunos escritores aportan otra cosa que no sea confusión e ira. A su vez, las descripciones del paisaje rural expresan una afección profunda y vibran en un tono elegíaco, como si de un paraíso al borde de la desaparición se tratara. La sentimentalidad del autor está a flor de piel y su búsqueda se reduce a confirmarla. Hay algo conmovedor en este intento de Handke de presentar su propia sentimentalidad como un muro de defensa de la causa serbia. En cierto pasaje del libro, el autor hace una confesión: “Por lo que a mí respecta, puedo decir ahora que casi nunca me he encontrado de un modo tan continuo y persistente, ¿implicado?, ¿enganchado?, incluido en el mundo, o en el acontecer del mundo como en los días que siguieron, unos días marcados por la nieve y la niebla, unos días llenos de acontecimientos, allí en la región de Bajina Basta, junto al río fronterizo entre Serbia y Bosnia”. ¿Puede haber una traslación de los sentimientos a la política sin grave riesgo de error? Este parece ser dilema que encarna Handke. A la postre, el escritor no ha obtenido ninguna evidencia, ni el lector tampoco, que refuerce la postura que defiende y el epilogo termina como la introducción, con una diatriba contra la prensa internacional (singularmente Der Spiegel) y sus informaciones y juicios.
Este primer libro sobre Yugoslavia tuvo un apéndice, escrito seis meses después, y titulado precisamente así, Apéndice de verano a un viaje de invierno. Fue publicado en España pero está descatalogado y solo puede adquirirse en el mercado de segunda mano a precios astronómicos; en las bibliotecas públicas de esta comunidad solo hay un ejemplar a consulta y no a préstamo. A juzgar por su contendido, la descatalogación solo puede explicarse por su carácter redundante sobre lo ya contado en el primer libro. El autor afianza sus sentimientos y percepciones ya conocidos por el lector, introduce algunas correcciones de detalle sobre lo publicado anteriormente y retorna al lirismo del paisaje. La irritación soterrada, latente, vuelve en este volumen y se torna más desapacible para el lector, que empieza a atisbar bajo la escritura a un fanático. Las dudas sobre la versión aceptada de los episodios de la guerra son reiteradas sin prueba a contrario; la ira contra los periodistas occidentales abandona cualquier cautela y se hace agresiva; se detiene en el culto funeral a los caídos serbios y se desliza hacia la mitología nacionalista cuando otorga al dolor de los deudos un carácter místico: “el dolor, las muertes que aún se están produciendo de los allí enterrados”. Handke compara a los serbobosnios con los indios del far west que atacan desde las colinas para defender su libertad; en otra ocasión recuerda las persecuciones, ciertas, sufridas por los serbios a manos de croatas y bosnios durante la ocupación nazi. El conjunto constituye un penoso popurrí de imágenes, opiniones y argumentos sin más lógica que el que otorga el tejido de la prosa.
El afecto de Handke por la causa serbia resulta aquí artificial y empalagoso. Era un reconocido amigo de los serbios y estos le trataban como tal. En cierta ocasión está invitado en casa de un presunto criminal de guerra acusado por el Tribunal de La Haya y le pregunta por los hechos de los que le acusan. “Estábamos en guerra”, responde el aludido y, en ese momento, como en un mal truco narrativo, el autor describe la entrada en la localidad de una unidad militar norteamericana de la fuerza internacional, formada en su mayoría por negros, aclara Handke, que apuntan hacia las ventanas de las casas, más bien edificios carbonizados, aclara el autor, hasta que desaparecen de la calle y entonces el anfitrión serbio invita a cenar a sus huéspedes para entregarse en la sobremesa a una elegía por sí mismo y por Serbia. Este Epílogo de verano del viaje de invierno, lejos de ampliar el horizonte de las percepciones del autor y de incrementar la información que recibe el lector, encastilla al primero en sus obsesiones y aleja del segundo de cualquier forma de simpatía por la causa que se defiende. Handke desafía al lector con un juicio sumario que nada explica y le pregunta: Los serbios, ¿fueron víctimas o verdugos? y, en caso de respuesta, ¿qué fueron los otros? Es como si se hubiera renunciado a comprender una realidad compleja y la cuestión quedara reducida a dar o quitar la razón al autor de la pregunta.
Bomba y profecías
Handke escribió más sobre Yugoslavia una década después. Estos últimos ensayos se han publicado en España en un volumen con el título Preguntando entre lágrimas, en edición de Cecilia Dreymüller (Editorial Alento, 2011), que incluye índices muy útiles sobre la cronología de las guerras de Yugoslavia, el Tribunal de la Haya y el juicio a Slobodan Milosevic, además de un repertorio bibliográfico. El objetivo de esta edición es rescatar al escritor del cepo al que le ha condenado el juicio de la opinión pública y la editora del volumen lo presenta bajo el título Mirad y haceos vuestra propia idea. La posición política del escritor no ha variado ni poco ni mucho pero en estos textos trasciende su inicial enfoque sentimental para ocuparse de aspectos relevantes del conflicto que contienen preguntas de las que estamos obligados a encontrar respuesta aunque no sea la que ofrece Handke. Estas preguntas se refieren a los bombardeos de la OTAN, los juicios internacionales contra criminales de guerra y el hecho de la destrucción de un estado europeo por una combinación de pulsiones nacionalistas internas e intereses externos de potencias extranjeras. Lo que hacen relevantes estos ensayos es precisamente que abordan cuestiones de máximo interés político para Europa en un tema que se ha cubierto con un espeso silencio.
Los bombardeos que llevó a cabo la OTAN sobre Serbia tuvieron lugar entre marzo y junio de 1999 y estuvieron dirigidos contra establecimientos gubernamentales y militares, vías de comunicación e instalaciones de energía e industriales, sin bien afectaron a decenas de objetivos civiles, entre otros la embajada de China en Belgrado, con el resultado de tres periodistas de esa nacionalidad muertos. Las operaciones se realizaron sin el aval del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y fue la primera vez que el aparato militar de la Alianza Atlántica intervenía declaradamente en un conflicto interno de un país en el que no estaba en peligro la seguridad de los estados miembros, lo que hace discutible la legalidad del ataque, que nunca fue investigada. Las víctimas mortales se cuentan entre más de un millar y cinco mil, según las fuentes. El objetivo, cumplido, fue la derrota inapelable del gobierno serbio y el fin de la última guerra balcánica, que trajo como consecuencia la secesión de la región de Kosovo, habitada por una mayoría albanesa y convertida luego en estado independiente bajo la tutela de Estados Unidos. Veinte países europeos participaron o colaboraron en este ataque masivo contra Serbia (o Yugoslavia, como prefiere Handke), que políticamente dirigía el socialista español Javier Solana, a la sazón secretario general de la OTAN. Esta circunstancia da lugar a una anécdota típica del estilo de Handke, el cual confiesa que hasta ese momento de la guerra solía elegir la tecla de castellano cuando en los cajeros automáticos de los bancos europeos daban opción a hacer las operaciones en varias lenguas y, ahora, dice, todos los idiomas me repelen, incluido el castellano.
Handke visitó Serbia en abril de 1999, bajo las bombas de la OTAN. En la primera crónica, su estilo literario habitual se ha vuelto perentorio, irritado, en busca de pruebas que vindiquen al pueblo serbio (yugoslavo, dice continuamente) bajo el castigo de las bombas ante la campaña de propaganda adversa orquestada por la prensa occidental. Recorre las calles, visita lugares, viaja de una ciudad a otra sin que el lector consiga obtener ninguna información valiosa que no sea el propio estado de ánimo del escritor. Handke es un carácter solitario y un escritor ensimismado que tiene dificultades para expresar su simpatía con la gente, incluso para hablar con los paisanos que encuentra y se ofrecen como interlocutores; en algún momento llega a reconocer que le aburren las anécdotas de guerra que le cuentan -¿qué otra cosa podían contarle?- y le resulta extremadamente difícil seguirlas y retenerlas en la memoria, pero es capaz de dedicar un largo párrafo muy detallado al intento de comprar un peine a un vendedor callejero, la consulta de su diccionario de serbocroata en busca de la palabra peine, la aparición de una mujer que le ofrece ayuda y que, como el vendedor no tiene peines, le da uno que llevaba en el bolso, además de entregarle su número de teléfono por si alguna vez se encuentra en un apuro en Belgrado. La normalidad de estas anécdotas evapora el dramatismo de los bombardeos. Incluso, cuando al final del texto se reclama a sí mismo un mensaje para sus lectores sobre la situación que ha experimentado, tiene dificultades para expresarla: “¡Ojo, ahora viene el mensaje!: en vez de los expertos, de los experimentados, resabiados periodistas, y de quienes con voz grave declaran la guerra, filmados siempre ante sus estanterías repletas de libros, reclamad que ante las cámara aparezcan solo amantes, amantes manifestándose, ¡Jugoslavija!” No parece el mensaje que quizá esperaban los serbios de quien en aquel momento era probablemente el único amigo exterior de renombre que tenía la república de Serbia.
La crónica del segundo viaje en los últimos días del mismo mes de abril tiene un carácter más oficial y un tono menos estridente. Diríase que la ira se ha transmutado en tristeza. Handke recorre Serbia acompañado de funcionarios del gobierno en lo que él llama una delegación y visita lugares –fábricas, instalaciones- destruidas por los bombardeos para constatar que las potencias occidentales tienen como objetivo la destrucción completa de Serbia. En esta lógica, los bombardeos son la fase final y definitiva de un plan para acabar con Yugoslavia. Por doquier, no encuentra más que señales de la honradez y la valentía de los serbios, inermes ante la lluvia de fuego que les cae del cielo; observa y describe las bombas de fragmentación cuya matriz expande artefactos explosivos mediante diminutos paracaídas relucientes de color amarillo que bien pueden reclamar la curiosidad de los niños. Después de este descubrimiento, su prosa adquiere un tinte elegíaco: “Pasarán siglos hasta que se cierren y desaparezcan las heridas que esta guerra relámpago ha infligido a la conciencia del país, a los Balcanes, al mundo en general, y a la historia de la humanidad entendida como un sueño de avance y progreso(…) estas heridas no se cerrarán nunca jamás, son heridas de muerte; y el mundo y la historia pueden fingir (deben fingir, por amor a los niños de ahora y a los que vendrán) pero la utopía de la historia se convertirá, a causa de esta guerra no solo evitable sino también hipócrita como ninguna otra, hasta el final de los tiempos, en algo acabado y fantasmagórico, una idea no muerta o si se quiere –por mí, desdramaticemos- en algo falsificado”.
Las líneas reproducidas en el párrafo anterior constituyen un alegato de rasgos proféticos que marca la cota más alta de emoción y verdad de todo lo escrito por Handke sobre las guerras de los Balcanes. Independientemente de su toma de postura, interpela a todos los agentes de la guerra y, conmovido por la destrucción provocada por los bombardeos, advierte de que están (estamos) ante una herida que tardará en cerrarse, si se cierra, y recuerda que fue una guerra evitable y en último extremo desatada por falsas razones. La cuestión es, ¿cómo pudo evitarse? y ¿cuáles hubieran sido las razones auténticas? La proclama de Handke revela la estrechez de su punto de vista y la deliberada falta de conocimiento de todas las caras de la poliédrica situación. Vale que en el desgajamiento de Yugoslavia tuvieron parte las potencias del entorno, pero ¿se hubiera desgajado si, a pesar de estas maniobras, la federación no hubiera estado sometida a tensiones internas accionadas por los grupos nacionalistas dominantes en todas las repúblicas? Vale que los bombardeos fueron un intento de destruir la base material y política de la república de Serbia, ¿pero se hubiera llegado a esta situación si diez años antes Serbia no hubiese intentado convertir la federación yugoslava en un proyecto nacionalista bajo su supremacía? La hipóstasis que confunde Serbia con Yugoslavia, la parte por el todo, es un truco retórico que no sirve para reforzar el argumento sino lo contrario.
Contra los tribunales
El conflicto de los Balcanes terminó con el juicio a los responsables de crímenes de guerra en el llamado Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, dependiente de las Naciones Unidas y ubicado en La Haya. Se da la circunstancia de que Estados Unidos, sin duda el primer actor exterior en el conflicto, pues aportó su decisión política y su fuerza militar, no quería este tribunal. La doctrina oficial de Washington es contraria a los tribunales internacionales para evitar que sus propios militares puedan ser juzgados por crímenes en sus intervenciones exteriores (en este caso por los bombardeos de dudosa legalidad), así que presionó a los nuevos estados ex yugoslavos para que se negaran a la formación del tribunal. Sin embargo, estos no podían hacerlo porque en sus propios países las heridas estaban abiertas y hacían imposible el objetivo de deshacerse del inmediato pasado, lo cual necesitaban para obtener legitimidad en el exterior, de modo que aceptaron el tribunal con la condición de que los norteamericanos fueran exonerados. Según datos de las Naciones Unidas, el 90% de los crímenes de guerra fueron realizados por serbios; un 7% por croatas y un 3% por bosnios. Los acusados más famosos y de más alto rango juzgados por el tribunal de La Haya fueron serbios: Slobodan Milosevic, presidente de la república; Radovan Karadzic, presidente de la república serbobosnia Sparska, y Ratko Mladic, jefe del ejército serbio en Bosnia. Los dos últimos fueron condenados a cadena perpetua (Karadzic, después de una apelación de las víctimas), principalmente por la matanza de Srebrenica y el asedio de Sarajevo. Milosevic, el acusado principal, falleció en la cárcel antes de que terminara el juicio.
También en esta fase post bélica fue Handke un testigo activo y escribió sobre ello. La crónica empieza, como es usual en los escritos de Handke sobre Yugoslavia, a la contra, como un paladín que se enfrenta a una conspiración de gigantes sin más arma que la capacidad persuasoria de su pluma. Las primeras páginas son digresiones relacionadas con el tema por la subjetividad del autor más que por la lógica de los hechos: recuerdos infantiles, evocación de películas y series de televisión, comentarios sobre artículos de prensa, etcétera, materiales bajo los que discurre el propósito de minimizar las dimensiones de los delitos juzgados, cuestionar la legitimidad del tribunal y la imparcialidad de los jueces y fiscales. Una vez más, el tono subjetivo y divagatorio interpone al autor entre el relato de los hechos y la percepción del lector, al que se priva de una panorámica ordenada de lo que está ocurriendo. Hay tanta ira contenida y tanta desgana por hacerse entender, que diríase que lo que busca Handke es la incomunicación. La guía es su propia mirada. No pregunta nada a nadie, no recurre a ninguna fuente ajena, observa y hace conjeturas sobre las personas y sobre el entorno físico, observaciones de detalle que el lector no consigue integrar en un relato coherente. Esta atención zigzagueante se detiene para fijarse en Milosevic, sentado en el banquillo de acusado, del que se ofrece, ora una mirada compasiva (el acusado bosteza por la falta de aire de la sala), ora contundente (se defiende recitando los nombres y edad de las víctimas de los bombardeos), ora cómplice (replica a un testigo de cargo mal informado). La divagaciones continúan para interrumpirse de repente con un relato detallado –nada que ver con el juicio- del asesinato de unos jóvenes bosnios a manos de unos encapuchados, presuntamente bosnios, pero que como iban escoltados por serbios, un tribunal alemán condenó a uno de estos escoltas que precisamente había huido a Alemania para escapar de la guerra. El lector está vendido, ¿qué sentido tiene este relato sino el de deslegitimar la justicia que se pueda hacer sobre los crímenes en Yugoslavia? ¿Cómo podría haberse detenido el rosario de atrocidades, una detrás de otra, si todos son culpables y/o inocentes a la vez? Y por último, ¿cómo, si los tribunales, ya sean los propios del lugar o de fuera, no pueden discernir la totalidad de las versiones que se presentan sobre cada hecho? Este informe, crónica o como quiera llamarse termina con un recorrido de varia lección en el que aparecen obispos católicos, periodistas franceses, cineastas bosnios, divagaciones sobre el apellido solar de Javier Solana y tutti quanti que forman una especie de conspiración -a la que Handke no quiere llamar así y denomina círculos- o constelación dirigida a la destrucción de Serbia.
Milosevic quiso que Handke fuera testigo de su defensa pero este declinó la invitación. El escritor dedica muchas páginas de prosa autoanalítica y enrevesada para explicarse a sí mismo, y quizá también al lector, sus razones para no declarar en el juicio y de paso para describirse a sí mismo el funcionamiento del tribunal, así como su legitimidad, para terminar con la conclusión de que Milosevic fue objeto de una imputación –la responsabilidad en las masacres perpetradas por soldados de su ejército- de la que era inocente. Una vez más, son divagaciones muy prolijas que desembocan en una conclusión prevista. Entre las enredaderas de su prosa, Handke a veces formula una opinión contundente, inequívoca, como hemos visto más arriba sobre los bombardeos aéreos. En este caso dice del tribunal de La Haya: “Mi ‘intime conviction’ en este proceso contra Slobodan Milosevic es la siguiente: estoy profundamente convencido de que el Tribunal Mundial, tal como se reúne (y sigue reuniéndose) en la sala primera de la antigua Cámara Mercantil de La Haya, no sirve para nada; que es –por mucho que administre justicia formalmente-, desde el principio y desde los orígenes, equivocado, y seguirá siendo equivocado, y hará lo equivocado, y lo habrá hecho; que sobre todo no contribuirá ni un ápice al esclarecimiento de la verdad; y que, con toda su dignidad externa tan acentuada, representa una abominable burla de la no solamente noble sino –frente a otras- imperecedera idea del derecho. En resumen: que es el tribunal equivocado”.
No obstante, Handke visitó a Milosevic en la cárcel y escuchó de este durante tres horas un discurso de defensa. El relato de la visita da noticia de las condiciones del lugar donde estaba encerrado y de la impresión que causaron al visitante, así como de algunos detalles circunstanciales propios de la observación del autor. Milosevic perora ante su visitante como si ensayara un alegato ante el tribunal. Handke no interroga a Milosevic ni le contradice, solo describe al personaje: un hombre aseado, templado, que fuma muy poco y no toma café, tenazmente empeñado en poner de relieve las circunstancias que rodearon a su presidenciade Serbia y el sentido –conciliador- que, según él, tenían sus discursos, singularmente el pronunciado en el famoso Campo de los Mirlos, en Kosovo, donde afirmó el dominio serbio sobre la región. Una vez más, el testimonio de Handke es unilateral y el lector no tiene ninguna oportunidad de contrastar lo que se le cuenta. El escritor sugiere que la intensidad discursiva de Milosevic es una necesidad característicamente serbia, de un país históricamente ocupado por turcos y austriacos, cuyas gentes no tenían más arma ante las autoridades que el relato minucioso y exacto de los hechos y de sus intereses en ellos. En cierto momento, Handke indica a su interlocutor que lo considera una persona trágica, lo que extraña o irrita a Milosevic y lleva al escritor a arrepentirse de haberlo dicho, “simplemente se me había escapado en una especie de azoramiento”, confiesa y añade, “me habría gustado explicarme mejor de la siguiente manera: en los Balcanes, a principios de los noventa, se puso en marcha una máquina infernal que desde dentro –desde las repúblicas, regiones, valles y puertos de montaña- no podía detener ningún poder, ninguna persona, ningún particular. Lo que sí se podía, antes de ponerse en marcha, era dirigirla desde fuera, y únicamente desde fuera, desde donde efectivamente fue dirigida, pero en la más infernal de las maneras. Después, una vez en marcha, continuó siendo dirigida desde fuera, de manera más unilateral, más parcial, hacia el infierno mismo, en el mejor (¿en el mejor?) de los casos de forma infernalmente inconsciente; e inconscientemente (¿tal vez esto hable a favor del tribunal?), en el mejor de los casos, sigue siendo dirigida”. A la postre, pues, una entidad impersonal ha puesto en marcha un mecanismo criminal que nadie puede detener sobre el terreno pero puede dirigirse, y se dirige desde fuera por fuerzas que no se mencionan pero se sobreentienden -¿potencias extranjeras?- e incluyen las decisiones del tribunal. Esta intención exculpatoria, lindante con el pensamiento mágico, aniquila toda la argumentación de Handke. Milosevic murió en la cárcel de un ataque al corazón antes de que se dictara sentencia. Handke atribuye la caída de su estado de salud, que era bueno cuando le visitó, en su opinión, al hecho de que el tribunal le negara el derecho a la autodefensa (esta decisión fue después revocada, e incluso se le otorgó un despacho individual en la cárcel para que la preparara) porque le impedían explicar directamente los hechos con la claridad e intensidad con que se los había contado a Handke.
El lugar de la pérdida
Srbrenica es el lugar donde se produjo la matanza más grave y conocida de las guerras balcánicas, donde militares serbobosnios, procedentes del ejército yugoslavo bajo el mando de Ratko Mladic masacraron a unos ocho mil civiles musulmanes, varones de todas las edades. Fue el mayor asesinato masivo en Europa después de la II Guerra Mundial y recibió la calificación de genocidio. La zona de Srebrenica pertenecía a Bosnia-Herzegovina y su población era de mayoría bosnia musulmana pero también un objetivo estratégico de Serbia. El desarrollo de los acontecimientos es ilustrativo, tanto del comportamiento de los beligerantes como de la impotencia de la ONU, cuya participación fue un trágico modelo de ineficacia. El ejército bosnio ocupó la ciudad al comienzo del conflicto e hizo incursiones en las localidades del entorno donde cometió asesinatos, mutilaciones y violaciones en la población y destruyeron las iglesias ortodoxas y otros edificios (el jefe militar bosnio responsable de estas acciones fue juzgado en La Haya, pero no se le reconoció el delito de genocidio y purgó dos años de cárcel por crímenes de guerra). El ejército serbio contraatacó, reconquistó las zonas alrededor de Srebrenica y puso sitio a la ciudad donde se habían refugiado miles de bosnios. La ONU declaró la ciudad zona segura de ataques y envió un contingente de cascos azules sin capacidad militar disuasoria frente a los atacantes serbios, que establecieron un plan para eliminar a su población masculina una vez ocupada la ciudad, lo que realizaron metódicamente hasta donde les fue posible. Handke visitó Srebrenica pero deliberadamente no quiso saber nada de la masacre y dedicó sus paseos y su atención a los pueblos del entorno donde los serbios habían sido víctimas de los bosnios. El testimonio de una mujer serbia que había perdido a su hijo y las canciones “cargadas de ira” de un juglar (guslar) grabadas en una cinta que compró en un establecimiento de carretera constituyen los únicos alegatos de su discurso. Vaya donde vaya, Handke no ve más que víctimas serbias; describe sus penalidades, recoge sus lamentos, atiende a sus testimonios, que, en su peculiar forma de relato, son como briznas de hierba en un prado inabarcable, como si la existencia de esas briznas fuera lo único que el autor se autoriza a atestiguar y como si ese testimonio, mínimo pero cargado de emotividad, pudiera sostener por sí solo la argumentación entera de su posición apriorística. ¿Oye usted el lamento de esa madre serbia?, ¿oye lo que canta el guslar serbio?, parece preguntar Handke al lector, entonces, ¿cómo es posible que no comprenda que Serbia y su justa causa han sido víctimas de una conspiración internacional?
Los escritos de Handke sobre Yugoslavia terminan con una metáfora española: La tablas de Daimiel. El autor las visitó esperando encontrar lo que la literatura convencional decía de ellas: un paisaje de lagunas producidas por el desbordamiento de corrientes freáticas que dan lugar a humedales de gran riqueza vegetal y faunística. Pero cuando Handke llegó al lugar nada de eso existía por la explotación de los pozos para regar la agricultura extensiva. El escritor lo comenta con el taxista que le ha llevado al lugar y cree descubrir que, a la vez que el taxista quiere irse de allí, donde no hay nada que ver, “lo que prevalecía en la parquedad de sus palabras era una amarguísima ira, un cierto furor, del que piensa, me han quitado algo, y no solo a mí, a todos nosotros”. Las palabras del taxista llevan a Handke, “sin pensarlo y sorprendido de hacerlo”, a preguntarle por Yugoslavia. El escritor dice que el taxista español se mostró informado, entre comillas, si bien no explica de qué manera, aunque sí aclara que de una manera diferente “a la del compatriota, que en Bruselas, con una eterna sonrisa en la cara, había estado al comando de los misiles lanzados por la OTAN en la guerra humanitaria contra Yugoslavia, y que sigue llevando aún esa sonrisa en la cara, en sus incesantes intervenciones humanitarias por todo el planeta. Me guardo para mí la respuesta del interpelado. Por otra parte, no le habría preguntado si no la hubiese adivinado”. A la postre, pues, las últimas palabras no pueden evitar ser una manifestación de ira, esta vez contra Javier Solana, secretario general de la OTAN en la época de los bombardeos. Pero nos quedamos sin saber qué pensaba de Yugoslavia el taxista de Daimiel.
Peter Handke no varió ni ocultó o disimuló nunca su posición a favor de Serbia y de Slobodan Milosevic. En todos sus escritos, aun en los más conciliadores, si esta palabra es pertinente al caso, en los que pide un debate abierto y exento de descalificaciones previas, remacha una y otra vez sus puntos de vista, destinados, por ejemplo, a establecer una equivalencia o equilibrio entre la matanza de Srebrenica y las otras matanzas que cometieron los bosnios musulmanes, a negar o minimizar la existencia de campos de concentración o a exculpar a Milosevic de los crímenes que cometía su ejército. El compromiso con Milosevic llevó a Handke a asistir a su funeral, celebrado en la localidad natal del dictador en marzo de 2006, para rendirle homenaje póstumo. Este gesto desafiante hacia la opinión pública mayoritaria en Europa occidental le valió que La Comedie Française retirara de cartel una obra suya (El juego de las preguntas) y que se levantara una monumental polémica en Alemania porque la ciudad de Düsseldorf le había otorgado el Premio Heinrich Heine, al que finalmente renunció el escritor con el argumento de que no estaba dispuesto a ver su obra sometida una y otra vez a los insultos plebeyos de semejantes políticos. En algún momento de la tensa y sostenida polémica que Handke ha mantenido contra sus contradictores llegó a afirmar que “los serbios habían sufrido más bajo las bombas de la OTAN que los judíos en el Holocausto”, afirmación por la que ha pedido disculpas después pero que da idea tanto de la temperatura de la polémica como de los sentimientos de Handke y su compromiso con la causa nacionalista de Serbia.
Preguntas sin respuesta
Acaso a ningún escritor contemporáneo le cuadra mejor que a Peter Handke la tilde de la torre de marfil. Las mejores páginas de este autor de aire tímido y ensimismado son divagaciones en un paisaje en el que está solo y en el que invita al lector a pasear con él. Autor y lector no dialogan ni tienen referentes compartidos; el primero solo ofrece al segundo sus vivencias y observaciones, sin mediación alguna, en una prosa consciente de sus flaquezas y titubeos. Pero, ¿qué ocurre cuando el mundo invade este espacio privativo y lo hace además con la violencia de una guerra que obliga a los individuos a salir de su casa y manejarse de acuerdo con reglas que ellos no han establecido y ni siquiera conocen bien?, ¿qué ocurre cuando la meditación se ve asaltada por la acción?
Handke se sintió concernido por la guerra y se aferró al marco que mejor encajaba en su imaginación literaria: personaje en un paisaje. Milosevic en Yugoslavia. Un personaje trágico, como lo definió Handke, trágico como el portero ante el penalti. Milosevic en la cárcel es el escritor ante la hoja en blanco, preparándose para contar cómo es la realidad ante el tribunal que habría de juzgarle. Un discurso preciso, intenso, tenaz, propio de un pueblo que ha estado subyugado por turcos y austriacos como el escritor está constreñido y amenazado por periodistas y políticos, que le impiden contar la verdad. La abstracción llamada Yugoslavia que habitaba en la imaginación del escritor era objeto de un ataque múltiple y combinado, devenido apoteosis de lo sentencioso, lo preconcebido, lo identitario, todo lo que Handke rechaza en su obra. “El mundo, el supuesto mundo, sabe todo sobre Slobodan Milosevic. El supuesto mundo conoce la verdad. Por esto, el supuesto mundo hoy no está presente, y no solo aquí y ahora. Yo tampoco conozco la verdad. Pero miro. Escucho… Me acuerdo. Pregunto. Por eso estoy aquí”, dijo Handke en su discurso funerario ante la tumba del dictador.
Pero, ¿cómo es posible que la torre de marfil no se viera resquebrajada por la abrumadora evidencia de los horrores de la guerra? La torre de marfil es invulnerable porque, de otro modo, dejaría al escritor desnudo y a la intemperie, conminado a revisar su obra y su lugar en el mundo. La historia es una máquina trituradora que no tiene en cuenta a los individuos y su pequeño patrimonio de querencias y creencias; la gente del común lo aprende rápido y en la medida de lo posible intenta eludir la rueda dentada para lo que, o huyen de su alcance o pactan con sus consecuencias. Pero los escritores no la tienen en cuenta e incluso se consideran con fuerza y legitimidad para enfrentarse a ella y derrotarla: “Soy un escritor, vengo de Tolstói, vengo de Homero, vengo de Cervantes. ¡Dejadme en paz y no me hagáis tales preguntas!”, responde a los periodistas Handke, vástago de la estirpe de los inmortales.
Peter Handke ha demostrado, una vez más, que se puede ser un ciudadano equivocado, un cómplice del mal, un testigo errático y un propagandista obcecado y ser a la vez un creador excelso. Solo por esta lección, que olvidamos a menudo, merece el Premio Nobel de Literatura, si así os parece.