Las cinco últimas películas del cineasta Clint Eastwood están basadas en hechos reales y recrean la tensión del héroe americano, lo que quiera que signifique este término, con la sociedad en la que vive. Estos últimos héroes no son forajidos sino individuos que tienen un puesto perfectamente codificado y legal en el funcionamiento de la sociedad, son gentes de orden a las que circunstancias sobrevenidas les sitúan contra el sistema al que han servido con lealtad, convicción y eficiencia. Y estas crisis acontecen, precisamente, cuando el héroe despliega todas las potencialidades de su misión. Las historias de Eastwood se nutren de un malestar caracterizado por la dificultad de que el individuo encaje en la sociedad y su personaje original, que él mismo interpreta a menudo, es un tipo ambiguo: un sheriff delincuente o un delincuente justiciero. En resumen, su cine está basado en la fragilidad, cuando no la impostura, del contrato social. En este marco, Eastwood ha rodado historias trágicas, comedias y dramas, de argumentos y escenarios muy variados, factura clasicista e impecable calidad cinematográfica.

Pero con este bagaje era inevitable que terminase realizando una apología del trumpismo. Es difícil encontrar una síntesis más nítida de esta rara ideología invasora de las democracias occidentales que Richard Jewell, su última película, ahora en cartelera. Lo que se cuenta en ella es la peripecia de un agente de seguridad privada que descubrió una mochila con una bomba en el parque donde se desarrollaba un concierto de rock durante los festejos de las olimpiadas de Atlanta en 1996; la bomba terminó estallando y causó víctimas pero, gracias a la alarma dada por Jewell y a sus esfuerzos por apartar al público de la proximidad del artefacto, se salvaron muchas vidas. El Jewell de la película -interpretado por un inolvidable Paul Walter Hauser– encarna hasta la caricatura el tipo trumpiano que nos muestra la sociología electoral: blanco de la América profunda, obeso, simplón, escasamente formado, asediado por la idea de ser un don nadie, aficionado a las armas, patriota convencido de vivir en el mejor país del mundo y esforzado perseguidor de su sueño existencial: ser policía para cuidar de su gente.

Un sueño que parecía alcanzado cuando se vio jaleado por su vigorosa y entregada actuación ante la bomba en el parque. Pero la euforia dura poco. Los diversos cuerpos de policía que participan en la investigación no encuentran pistas de los culpables y derivan su atención hacia Jewell, y desde ese momento las actuaciones presentes y pasadas del sospechoso, encarnación del patriotismo americano, son vistas y juzgadas como indicios de una personalidad insegura, narcisista y, por qué no, proclive al crimen. El contubernio entre unas autoridades policiales ineficientes y tendenciosas y un periodismo corrupto envuelve a Jewell en una red fatídica. ¿Cómo conseguirá salir de ella un joven sin habilidades sociales, que comparte los valores de quienes le acusan y está asesorado por un abogado outsider poco capacitado aunque buen colega? ¿Cómo superará el héroe americano el impeachment al que le conducen las instituciones del estado?

Pues bien, afirmándose a sí mismo. El sospechoso es convocado a un interrogatorio por sus perseguidores y simplemente les dice, ustedes no tienen ninguna prueba contra mí. El gordito inerme rescata al héroe que lleva dentro y así acaba todo. Luego, su abogado y su mamá dan una rueda de prensa en defensa de la inocencia de su cliente e hijo, tan emotiva que hace llorar a la periodista corrupta y el mundo recupera el buen orden perdido. El mensaje de la película no es moral ni político, porque son justamente la moral vigente y el juego político los que llevan a la perdición al héroe; es un mensaje antropológico. Es el buen vecino al que le gustan las armas y las hamburguesas y quiere hacer bien su trabajo el que salva al país de las asechanzas de sus innominados enemigos. La película es interesante… y entretenida.