Crónicas de la peste LII
Nueva normalidad, el término de moda, es un sintagma chirriante. La normalidad, por definición, no admite novedades porque toda novedad es, también por definición, una anomalía. Doña Cuca Gamarra, la nueva portavoz del pepé, se lo requirió imperiosamente al atribulado ministro de sanidad: devuélvanos a la vida que teníamos antes (del catorce de marzo, se entiende). Otra agresión a la lógica. La vida que teníamos antes no vuelve jamás ni en condiciones de la más absoluta normalidad. Lo saben bien los beduinos y los indios amazónicos, habitantes rutinarios de algunos de los entornos más monótonos y tenaces del planeta. Los beduinos saben que las dunas del desierto se mueven y alteran su tamaño, textura y tonalidad por la acción del viento, y los yanomami distinguen cuando una planta está en flor o está seca a causa del ciclo de las estaciones. Gracias a esta percepción de los matices, las sociedades sobreviven y, permítase la licencia, progresan; conceptos ambos que no forman parte del repertorio del pensamiento reaccionario, ensimismado en el pasado y en la muerte, a la que homenajean con ostentosas corbatas negras destinadas, en último extremo, a estrangular al gobierno.
Tampoco doña Gamarra volverá a la vida que tenía antes, cuando era más joven y ni en sus ensoñaciones más delirantes podía imaginarse a sí misma diciendo tonterías en un escaño parlamentario. ¿También de eso tiene la culpa el gobierno? ¿Es tanto el poder de don Sánchez que alcanza a idiotizar a la oposición? La portavoz de la derecha empezó así su intervención parlamentaria: antes teníamos la sensación de que el ministro nos tomaba el pelo y la sensación que tenemos ahora, después de lo que hemos vivido, es que se está riendo de nosotros. ¿Qué diferencia hay entre tomar el pelo y reírse de uno?, ¿esa es la enseñanza que ha extraído doña Gamarra de la pandemia?, ¿distinguiría la portavoz una duna empinada de otra aplanada, o una planta en flor de otra agostada?, ¿en qué colegio de pago y en qué universidad privada se ha educado esta parlamentaria?
Pero dejemos a doña Gamarra y las perplejidades que trae asociadas y volvamos a la vida que teníamos antes. La tele ha oficiado estos días de plaza pública, en mayor medida que de ordinario, y sus espacios están trufados de llamadas cívicas en formato de anuncio de café instantáneo o de crema cosmética. Mensajes empapados en melosa sentimentalidad: familias sonrientes que se abrazan, enfermeras y bomberos que hacen el signo de la victoria, etcétera. En resumen, la vida que teníamos antes. Pero, ¿es seguro que queramos volver a ella? ¿Han preguntado al niño si quiere abrazar a su abuelo?; a la abuela aparcada en una residencia, ¿le han preguntado si quiere volver a la misma habitación en la que sorteó de milagro la muerte?; a la enfermera contagiada, ¿saben si volvería con gusto al infierno en que ha hecho su trabajo?, y a la kelly precaria, ¿le han preguntado si quiere volver a su empleo en las condiciones que tenía antes? No podemos saber de qué modo ha cristalizado la experiencia de la peste en el ánimo y en la esperanza de cada ciudadano y menos podemos imaginar de qué modo este conjunto inabarcable de experiencias personales modificará la vida de la sociedad. Una cosa es segura: la respuesta no está en el argumentario de doña Gamarra. Aunque sí es probable que la afamada parlamentaria quiera para sí la vida que tenía antes, sumergida en la calidez de sus quehaceres privados de la que la sacaron para ejercer el desairado rol de portavoz de don Casado. Va a resultar que es una heroína.