En la escuela aprendimos que Cristóbal Colón, ahora tan denostado –incluso por algunos vascos, cuyos ancestros tanto se beneficiaron de su descubrimiento-, emprendió hacia occidente una ruta de navegación con destino a las Indias Orientales, es decir, Japón y China, y en el camino topó con una tierra no cartografiada que resultó ser un continente. Este accidente histórico se debió a que Colón y quienes le precedieron en el empeño sabían que la tierra era redonda y giraba sobre sí misma y alrededor del sol, lo que no siempre fue una verdad universalmente admitida. Los detalles pueden consultarse en la wiki pero, mucho antes de que ese chisme existiera, la gente que aspiraba a salir de la burricie lo aprendimos duramente sobre un pupitre de madera, papel y lápiz y un pizarrón ante los ojos. Este esfuerzo cognitivo para asumir lo que es una evidencia de la naturaleza estuvo recompensado durante centurias y de él manó lo que hemos llamado progreso de la humanidad. Habíamos extirpado, o eso creíamos, el pensamiento mágico. Hasta ahora.
La aparición de los llamados terraplanistas despertaría una sonrisa de incredulidad –es la primera reacción- si no fuera porque son el epítome de una carcoma que ha invadido las sociedades dícese que desarrolladas con el objetivo de destruir las certezas en las que se basa su convivencia. Es obvio que creer que la tierra es plana, esférica o paralelepipédica es inocuo a menos que el creyente quiera ser piloto de aviación o capitán de barco; el cretinismo voluntario es un derecho constitucional, pero aceptar esta idiotez da curso legal a otras menos inocuas o decididamente peligrosas que se vienen encaramando al debate público sobre asuntos, como la pandemia, que afectan directamente a la vida.
El negacionismo es el hijo borde de la sociedad del conocimiento y la información. Nadie esperaba, cuando se acuñó este concepto, que conocimiento podría llegar a significar una siembra a voleo de ocurrencias e información, una pelea a garrotazos, tópico en mano. Los negacionistas quieren habitar en la oscuridad, un lugar cálido como el claustro materno, donde reina la inocencia, la esperanza y la irresponsabilidad. El negacionismo es propio de mentes menguadas, y para que adquiera rango de fuerza política, como está ocurriendo, es necesario que sea promovido y estimulado por intereses muy potentes. Así ha ocurrido con un multitudinario manifiesto contra las medidas de confinamiento decretadas por los gobiernos para combatir el coronavirus firmado por tres o cuatro científicos y una legión de seguidores de toda clase y condición, muchos de ellos sin existencia real pero de mucho bulto en la nube. La gravedad de estas iniciativas, aunque sea circunstancial y por ahora minoritaria, se revela cuando se comprende que inspiran a personajes como Trump y Ayuso, que han demostrado que la ignorancia y la irresponsabilidad puede llegar al poder. Por cierto, una adivinanza: ¿hay alguna relación entre las titulaciones fules que dispensan algunas universidades a políticos dizque prometedores y la confusión que estos tipos introducen en el debate público?